JAPÓN, LAS SEÑORITAS DE MATSUYAMA
Nelo | March 19, 2016Hoy, segundo lunes de enero del 2106, superando el mejor de mis sueños, las calles de Matsuyama están llenas, literalmente atiborradas de preciosas y veinteañeras jovencitas vestidas, para acabar de rematar este paraíso urbano japonés, como si fueran geishas, o al menos, como los occidentales pensamos que van vestidas las geishas.
Y no se debe a mi imaginación, por lo general calenturienta y traicionera, sino que es el día de celebración de los quintos del año. El seijin no hi 成人の lo celebran todas las jóvenes que entre el mes de abril del año pasado y el de éste cumplan los 20, la mayoría de edad, vistiéndose todos a la manera tradicional.
Ellas parecen princesas venidas de algún palacio nipón, ellos apuestos guerreros dispuestos a hacerse el harakiri antes que perder el honor.
Qué gusto, qué exquisitez, qué elegancia, qué belleza, qué lindas.
Luego se escucha hablar mal de los lunes. Pues no, no somos justos, existen lunes gloriosos, y últimamente tengo bastantes. También tuve de los otros, muchos más de los que me gustaría. Pero no hoy.
Matsuyama, Japón. Me gustan los nombres japoneses que tienen nombre de motocicleta, o mejor aún, de volcán en erupción. Matsuyama queda bien en cualquiera de las dos categorías:
-“Me compraré una Matsuyama de quinientos y no volverás a verme nunca, nena”,
¿No queda mal, no? Se me llena la boca al decirlo, o:
-“Poco después de las 2 del mediodía, el volcán Matsuyama estalló haciendo pedazos la isla, donde se celebraba la trigésimo quinta cumbre mundial sobre el protocolo de Kioto, se desconoce si hay supervivientes…” Y cito Kioto por darle un toque más japonés y porque hablo de naturaleza, es una cuestión de contexto.
De hecho, llegué a pensar en alojarme en la ciudad de Kawasaki en vez de en Tokio, sólo por el nombre. Me pareció una razón con no demasiado peso, pueril, algo infantil, así que realmente pensé en hacerlo. Me acabo de comprar un cacharro de esa marca, viejo y potente, consiguiendo que la de los ojos marrones valore la vida en su verdadera grandeza cada vez que la llevo a dar una vuelta, pero me desanimó la distancia a Tokio, una ciudad ya de por sí algo grande. Me gustó pasar por allí de vuelta a la capital, lo que vi de Kawasaki a través de la noche y la lluvia desde la ventanilla de mi autobús me pareció como cualquier otro de los barrios de Tokio, de los bulliciosos y lumínicos.
He tenido razones parecidas para viajar a otros sitios, cada cual tenemos las nuestras; películas, canciones, algo que nos evoca un nombre o un lugar, alguna frase que escuchamos, algún deseo idealizado cuando éramos niños. En realidad antes de llegar a un sitio y conocerlo, todas las razones que nos llevan hasta él, si viajamos porque nos gusta, son digamos como mínimo, abstractas.
Todas tienen el mismo peso y lógica que cerrar los ojos delante de un mapa, tirar una piedra e ir donde caiga.
Por ejemplo, viajé a Cachemira, al norte de la India, por una canción de los Zeppelin, o, quién puede resistirse a visitar una ciudad con un nombre como Chihuahua, yo no, desde luego.
A Japón quise ir desde siempre, porque lo imaginaba la antítesis de lo que me gustaba, yo buscaba, desorden, caos, pieles sudadas, supervivencia indomable, paisajes pedregosos, naturaleza salvaje, paredes torcidas y desconchadas, leyes sólo orientativas, carreteras llenas de baches. La cosa mejoró cuando un amigo, en un viaje en tren de Bangkok a Kuala Lumpur, se pasó todo el rato hablando de lo poco que le gustó Japón, y yo supe que tarde o temprano tendría que visitarlo.
Tendría que visitarlo para sacudirme de encima todo esos prejuicios.
Estas razones son tan válidas, o no, como otra cualquiera. He oído decir, viajo al Caribe porque allí siempre es verano, y pillarles un huracán o las dos semanas lloviendo, ¿entonces? Al menos los nombres permanecen, los sueños también, hasta que los materializamos, siendo por lo habitual aún mejor la realidad que lo soñado, por suerte.
Tengo todo el día para pasar en Matsuyama hasta que mi autobús a Tokio parta a medianoche. Si me das a elegir entre ir al concurso de Miss Universo, o una exposición mundial de camisetas mojadas, o estar aquí en esta soleada capital de la prefectura de Ehime, me quedo con Matsuyama.
Porque no es sólo por las chicas, que son de ensueño, es también lo colorido de sus calles, es todo, es como brilla Japón, es cómo huele un lunes por la mañana de un invierno que no lo parece, es bajarse a media mañana del tren que te trae de Imabari, salir de la estación y subirse a un maravilloso tranvía, de los antiguos.
Con un parlanchín conductor de guantes blanco nuclear, parlanchín por obligación, porque tiene que ir cantando todas las paradas con largas frases protocolarias, y ponerse de pie y saludar a cada uno de los que vamos pagando echando el importe exacto en una cajita.
Matsuyama cuenta con un trenecito pequeño que imita un tren de vapor y no está nada mal, tiene el nombre de Botchan, nombre del personaje de una de las novelas más famosas de Natsume Soseki, ahora qué sé esto voy a tener que leer a este señor. Pero el resto de tranvías, los “normales” son de tal hermosura que no me parece que a la ciudad le haga ninguna falta tal recreación turística. Matsuyama es una de las pocas ciudades del Japón que conservan sus viejos tranvías circulando por sus calles.
Así que me bajo en el centro, en Okaido, sin tener idea de que hoy es fiesta, sólo pretendo dar una vuelta hasta que me meta en uno de los más antiguos baños del Japón, el Dogo Onsen, cuya fuente de aguas termales es utilizada desde hace 3000 años.
Va a ser mi segundo baño consecutivo en dos días, pero me dejo llevar, así equilibro o al menos lo intento, mi balanza de limpieza de otros viajes, demasiado escorada hacia la guarrería.
Okaido es una calle-galería comercial techada, tiendas, restaurantes y negocios se suceden hasta la consecutiva galería, la Gintengai, que no se dónde acaba porque no llegué al final, puedo mirar el plano pero paso, total a quién le importa.
Allí pasean arriba y abajo los hoy, según la ley, adultos, reuniéndose a mitad para beber y fumar, aunque esté prohibido.
Aquí conozco a un tipo, simpático, que habla algo de español, se llama Mitshubishi Orachi, o algo así, y nacimos el mismo día aunque con 13 años de diferencia, lo comprobamos en nuestras tarjetas de identidad. Él es el mayor, trabaja en un hotel, y habla un poco de español. Me explica muchas cosas de la fiesta de hoy, y sobre otras costumbres de Japón, toma la iniciativa para hacer me fotos con las chicas.
No me busques que no estoy, para qué estropear las fotos…
Ninguna dice que no, y eso que no soy Ashton Kutcher, aún así son muy amables, y alguna hasta curiosa y muy simpática, sin prisas por irse de mi lado.
Es una especie de botellón, sin mostrar las bebidas, pero de “geishas y samurais” riendo y gritando.
En ocasiones tiene que venir la poli, pero no por nada grave, tal vez alzan la voz, o fuman cigarrillos donde no toca y tiran cosas al suelo, no mucho más. Ni balconing, ni enseñan las tetas, ni se ponen penes luminiscentes en la cabeza, ni gritan en coro saltando el filosófico estribillo del oe, oe, oee.
Después del bullicio busco un parque donde sentarme y fumarme un cigarrillo, veo un bosque y me meto por una calle, aparece un anciano con gorra, chaqueta verde y un carnet colgando, se me pega diciéndome cosas en japonés. La calle y él me dirigen hasta una casa sin querer.
Es una casa señorial, un palacete rodeado de bosques, cobran unos dos euros por entrar, que pago porque me sabe mal la caminata que hasta aquí hizo conmigo el señor, no sé de qué va esto, el abuelo no habla una palabra de inglés, y pese a que conversamos bastante, no entiendo nada de lo que me dice.
Señor agregado, no nos entendimos, pero hablamos mucho. Bonita conversación paralela, quizá.
Miraré a ver dónde estuve, tiene que ver con el emperador Hirohito y es de estilo francés, es lo único que le entiendo. Lo que si puedo contar es que había un concierto de piano de niños. No los veo tocar, pero llego al aplauso, y como todos les hacen fotos, aprovecho el momento también, pero como soy un fotógrafo penoso y mi móvil es una mierda, salen borrosas.
Por no hablar del encuadre y otras cosas, pero mirad qué niños.
Pasamos al piso de arriba donde el abuelo sigue con sus explicaciones, a las que asiento sonriente sin entender nada, también me hace fotos. Borrosas.
Realmente, no se qué carajo hago en esta casa.
Antes de salir de la casa veo que la chica que vende las entradas habla inglés.
-Qué bien hablas inglés.
-No mucho, gracias.-Sonríe. Treinta y tantos años, piel de marfil, impecablemente vestida, debe oler de maravilla. Me imagino diciéndole me encantaría olerte, pero no lo hago. Lo que le digo es mucho menos arriesgado, y nada emocionante:
-Oye pues aprovecho para preguntarte, ¿dónde estoy?
Ella debería haberme respondido, Matsuyama, Japón, año 2016, planeta Tierra, pero tampoco lo hace, se ciñe al guión sin dejar de sonreír:
-Estás en la casa del earl…-Dice un nombre propio japonés.
No entiendo lo del earl, lo busco en internet, leo “Earl es un título nobiliario adoptado en Inglaterra tras la conquista del rey danés Canuto II, y que corresponde al título escandinavo de Jarl, equivalente a la dignidad de conde”.
Estoy en la casa de un conde entonces….¿Canuto II?…no te distraigas, me digo…vuelvo a la chica. Sigue preciosa, dos mechones de pelo negro azabache caen, yo creo que intencionadamente, por un lado de su cara. Uno muere en su mejilla, el otro al lado del nacimiento del lóbulo de su oreja.
Esta no es la chica, pero me gusta esta foto.
Quiero saber más:
-¿Y usted sabe quién es este señor que me acompaña? -Le pregunto
-Sí. Este señor es un jubilado voluntario designado por el ayuntamiento para guiar a los visitantes gratis, un día está aquí, otro en el castillo, o donde el ayuntamiento diga.
-¿Voluntario es gratis?
-Sí
Agradezco en japonés y salgo de la casa, el señor que me acompañó se despide de mí. Ya en casa miraré que es la villa del conde Sadakoto Hisamatsu, que construyó Bansuiso, así se llama esta mansión, en 1922 como un segundo hogar, gastando mucho dinero, después de haber vivido en Francia. La villa era una meca social para la élite de la época, incluyendo a la familia imperial. Yo sólo buscaba un parque donde fumar tranquilo, tumbarme un rato, tal vez.
Subo al tranvía para ir a los baños, el Dogo Onsen, me bajo en la parada correcta pero me equivoco y acabo en un templo, donde van todos de blanco.
-Disculpe, ¿Dogo Onsen?
-No, es por allí.- Y señala hacia abajo una larga escalera de piedra que me costó lo suyo subirla.
Ya sabéis el dicho que todo lo que sube…pues eso.
En Dogo Onsen, uno de los baños tradicionales de Japón más antiguos que se recuerdan, hay mucha gente y me dan cita para dentro de una hora. Así que me doy una vuelta por los alrededores llenos de tiendas y chorradas para turistas.
Hay varias opciones de precios desde sólo baño, 410 yenes, hasta tener una sala privada.
Elijo la intermedia, incluye baño y tomar té y galletas en una sala como de relajación comunitaria vestido con un yukata –como un kimono-. 840 yenes.
Fantástico pese a estar a tope de gente, o quizás por ello. No vi más extranjeros y tampoco era como el de onsen-spa de Imabari. Consta de dos albercas separadas, donde decenas de hombres nos bañamos después de ducharnos y enjabonarnos en unas banquetas de madera. La atmósfera que se crea es única.
Dejan entrar a gente con tatuajes, todo el edificio es de madera, una preciosidad.
La mejor manera de conocer el Dogo Onsen si no estás allí es sin duda este magnífico vídeo, y así poder quitaros el mal sabor de boca de mi cutre-gif de arriba.
El baño me deja en la gloria, la cena otra vez en Okaido, sopa y arroz con carne, al otro lado del cristal del restaurante, ya de noche, la multitud sigue de fiesta, cambiados de ropa, ellos con americanas y ellas vestidas con minifaldas y medias de seda. Llega una ambulancia y se lleva en una camilla a un chaval que coquetea con el coma etílico.
Yo observo la escena fumando y plantado en la calle de luces naranja junto a la parada del autobús de la Willer Express. Llegará a su hora y saldrá puntual. Llevo todo el viaje buscando un fallo o un retraso en los transportes que utilizo, cualquier cosa que me diga que hay humanos detrás del sistema, pero no lo consigo.
Aunque Japón tiene mucho más que enseñarnos que eficacia y puntualidad. Mientras la parada del bus se va llenando de silenciosos y nocturnos viajeros, me doy cuenta que el sentido de colectividad, que antes de venir yo mismo despreciaba, se traduce en una profunda empatía que permite que sea agradable vivir en este país superpoblado. Qué tal vez esta alta densidad de habitantes provoque que conceptos como el silencio, la sencillez y la discreción sean pilares fundamentales de la cultura del día a día. Japón es un país hecho a sí mismo, es su propio e inevitable resultado, una amalgama de fuerzas luchando entre sí buscando un equilibrio. El profundo e incluso religioso respeto por la naturaleza del pueblo japonés intenta equilibrar un territorio tan industrializado y consumista. Y así todo.
Y aunque Japón tenga mucho que enseñarnos, no seré yo quien lo idealice, podría hacer una larga lista de cosas que desaprender de Japón, pero me gustan los finales felices. Me gustan porque al final, en la realidad, ninguno lo es, y sino preguntáselo al tiempo. Al tiempo que pende sobre nuestras cabezas, no al que hay a través de tu ventana.
Estoy estropeando en final, quiero que sea feliz. El paraíso, aunque a veces se le parezca, no se encuentra en Japón y en ningún otro lugar sobre esta tierra. No, no voy bien, quiero que sea un final feliz.
El paraíso son momentos, no lugares. Ráfagas de viento. Bueno, ya voy mejor.
El paraíso no solo está dentro de ti, el paraíso eres tú, rodando por esta enorme bola redonda, a veces sonriendo, a veces perdido, buscador o buscadora indomable, que dejas caer tus castaños tirabuzones despreocupadamente mientras ríes, y duermes, a veces, en el lado oscuro del planeta.
Y esperas, esperas porque sabes que la felicidad es como un inevitable salpullido que de vez en cuando acaba surgiendo en el momento más inoportuno.
Y sigues encadenando trenes, uno tras otro. Rumbo a Tokio, o adonde sea, hacia ninguna parte o hacia todas, aunque sólo sueñes con tomarlos, todo va bien, no te quejes tanto, carajo…
Ya tengo mi final feliz, más o menos, y mi autobús en la parada, así que me marcho.
Adiós Matsuyama, guapa.