KUALA LUMPUR, LA “TURISTIZACIÓN” DEL CENTRO
Nelo | September 9, 2015Kuala Lumpur está algo más sucia y mucho más ruidosa de como la recordaba. Yo amaba esta ciudad, hace más de quince años que tuve que visitarla en varias ocasiones, pasando aquí algunos meses, que me dejaron un imborrable recuerdo de ciudad futurista, tropical, limpia y colorida.
Ahora es como si la mugre y el ruido de los alrededores de la mochilera zona de Puduraya se hubieran extendido, como un virus, por el resto de la ciudad. En este 2015, toda la avenida de los grandes hoteles está en obras con maquinaria pesada trabajando día y noche, sin cesar, y los yonkies, que se escondían entonces en los más oscuros callejones, ahora aparcan coches en Chinatown ofreciendo un desolado espectáculo a los clientes que tienen la mala idea de cenar en la parte de fuera de los restaurantes, encima de las grasientas y roñosas aceras.
Antes de seguir, tengo que tranquilizaros a los que tengáis pensado ir. Os fascinará incluso el centro, no temáis porque no hay dos ciudades como ésta. Además no tenéis la referencia de lo que fue, o sea no perdéis nada. Os parecerá igual de futurista, tropical, limpia y colorida, sólo que yo no puedo evitar recordar.
Cuando en ese pasado no tan lejano, los viajeros sólo eran interpelados de tarde en tarde por algún taxista, hoy en día, dar una vuelta por el centro se convierte en un continuo requerimiento hacia mi persona por parte de los más variados personajes con el fin de hacerme soltar el mayor número de ringgits, la moneda malaya.
Se ha puesto de moda salir del establecimiento a la calle a la caza de clientes, cualquier fulano se planta en medio de la acera y te propone lo que sea.
Si se sale de noche a dar una vuelta será llamado a cenar por todos y cada uno de los restaurantes por donde se pase. Bastará mirar de reojo cualquier escaparate para ser invitado a entrar en la tienda, sea del tipo que sea. El vendedor de fruta querrá que le compres, el de ropa también, el de telefonía móvil te dirá que si quieres tal teléfono. No es fácil pasear cuando no puedes mirar donde quieres ni hablar con tu chica porque tienes que atender a tanta oferta. No tendría mayor problema si fueran unos pocos pero no lo son. En sesenta minutos he calculado que solicitan tu atención una media de dos personas por minuto, unas ciento veinte en total por hora. Hay pesados por las calles ofreciéndote masajes de pies, uno detrás de otro, hasta cinco o seis seguidos. Si te llama el primero, y le dices que no, y al segundo lo mismo, al tercero, el cuarto y el quinto todavía les queda moral de demanda. ¿Acaso voy a cambiar de opinión un metro después?
Las meretrices, que antes se encontraban en sus burdeles y locales destinados a tales menesteres también han salido a la calle. Las hay a las doce del mediodía en los lugares más insospechados ofreciéndome sus servicios en cuanto me retraso algo de mi pareja y de mi hija. Se ve que tengo cara de salido. Por las noches, montones de músicos callejeros esperan alguna moneda, muchos de ellos tan apáticos que te dan ganas de pedirles que te paguen por tener que aguantarlos. Caricaturistas a precios desorbitados, vendedores de juguetes que lanzarán sus cachivaches de plástico a los pies de la niña con la esperanza de pescar a sus padres.
No es que me extrañen en sí estas cosas, he estado en otros sitios donde todo esto es mucho más agudo, en Delhi, sin ir más lejos, a mitad de los noventa llegó a violarme la oreja un limpia-oídos clavándome un bastoncillo sin permiso hasta el tímpano.
Lo que me sorprende es que todo esto antes no era así, no existía, ¡Kuala Lumpur no era así! ¡En absoluto! Era una ciudad intensa pero te dejaban en paz, no un decorado mercantil con el objeto de sacarle los dólares al turista o viajero. Al menos no tan descaradamente. Esto es así por culpa del propio turismo, que ahogamos los lugares, estrangulándolos, siendo víctimas de nosotros mismos, porque en cuanto uno sale del centro o se mueve con locales, todo vuelve a la normalidad, y KL sigue siendo la de siempre. Sudeste asiático urbano en estado puro.
Sigo caminando, un tipo me ofrece un corte de pelo. Lo llevo perfecto, me lo dejé bien cortito hace una semana, ¿no le gustará como lo llevo? Me miro en un escaparate a ver qué tal, pero enseguida se borra mi reflejo cuando el vendedor de dentro de la tienda me propone comprarme unos calzoncillos de imitación. Sigo pensando en el peluquero mientras lo dejamos atrás entre el tráfico furioso, tal vez me lo dijo porque si no se me olvida, y acabo pareciendo Robinson Crusoe, o al guitarra de los Guns n Roses, pero no, no es por eso, pongamos sobre la mesa la descarnada verdad de esta historia:
-Mister, ¿quiere un corte de pelo?
-Claro que sí, menos mal que me lo has ofrecido, ¿cómo no se me había ocurrido antes?, vamos, córtame el pelo aunque no me haga ninguna falta, déjame hecho un basilisco y cóbrame unas veinte veces la tarifa nacional.
La “turistización” del centro de KL llega tan lejos que ha llegado a cambiar la toponimia de algunos lugares. Recuerdo algún barrio no demasiado turístico, aunque muy conocido por locales y expatriados, como Brickfields, también llamado Little India, donde era posible pasar un buen día paseando, comiendo y viendo alguna película tamil en sus cines.
Ayer fui a Brickfields, y no pude reconocer nada del lugar donde había estado. Y es que ya ni tan siquiera se llama así, el barrio entero cambió de nombre por el de KL Sentral, impuesto por la inmensa estación-centro comercial que hay en él. Que todo hay que decirlo es espectacular, de dimensiones y de gentío, maremágnum comercial y del transporte.
Y ahora Little India hay dos, una la de siempre, en Brickfields, que ahora es Kl Sentral, como acabo de decir, y otra la han inventado los propios turistas, pasando a llamar así a un par de calles ocupadas por comerciantes tamiles cercana a Chinatownn. No existía ese nombre, pero los turistas necesitaban, querían una Little India más cercana y accesible.
Esta gran capital asiática, como cualquier otra ciudad del mundo, es nada y es todo, lo que trato de decir que las cosas nos parecen según las ven nuestros ojos. Kuala Lumpur es mucho más que cualquier cosa que podamos opinar sobre ella, es todo, lo bueno y lo malo, el yin y el yang, y su gente sigue siendo muy amable y educada en general, pese a tanto turismo.
Todavía se pueden encontrar agradables rincones y barrios enteros, donde comer o tomar un refrescante “Milo ice”, lejos de Starbrucks y similares elementos de homogenización. La amalgama de razas y culturas es mayor que nunca. La inmensa oferta hotelera, que no para de crecer, hace que los precios de casi cualquier hotel sean negociables. Los rain-tree, esos gigantes árboles de la lluvia, proclaman la poderosa fuerza de la naturaleza del trópico, mezclada con una gran urbe, sobrepasando en algunos casos los diez pisos de altura.
Los rain-tree son tan grandes, que al igual que las Torres Petronas, casi no caben en las fotos.
El Sky Line y la zona de las torres Petronas siguen brillando, cada vez con mayor majestuosidad, dejando con la boca abierta a los visitantes, pese a que en la ciudad se ve más gente durmiendo en las aceras de sus calles, inmigrantes de países cercanos y más pobres. Las concertinas y las leyes anti-inmigración no son exclusivas de Europa y Estados unidos. Afectan cualquier territorio del planeta. Como el recelo, como el racismo, como la estupidez, como el poder del dinero.
Pese a lo enorme de esta expandida urbe, y frente al poder de hormigón, aluminio, cristal y asfalto, la fuerza de la naturaleza ecuatorial, se mezcla con la megaciudad colándose por sus resquicios, elevando hasta el cielo los grandes árboles-lluvia, mojando a chorro a los motoristas con tremendos chaparrones, o teniendo que refugiarse del riguroso sol bajo el paraguas las bellísimas chinas oficinistas de piel de porcelana, o haciendo sudar como gorrinos a los turistas, día y noche.
Fuerza vital pertinaz pese a saber que tiene la batalla perdida, por lo menos a corto plazo, porque quizá un día, el planeta es lo suficientemente inteligente y se libra de la plaga humana.
Naturaleza poderosa en cualquier caso, en el 2002 por ejemplo, en el jardín de la embajada española, vivía nada menos que una cobra cerca de un árbol. No era una invitada, ni se había escapado de una vitrina de una casa cualquiera, en realidad era su territorio natural y los invitados eran los de la embajada, y la ciudad misma. Me gustó esa convivencia entre trabajadores y tan peligroso ofidio, si bien dejé de sentarme a la sombra de aquel árbol. Y es que odio que me hagan la cobra.