RUSIA, EN TREN POR EL CÍRCULO POLAR ÁRTICO.
Nelo | June 4, 2017El tren San Petersburgo–Murmansk es una línea casi desconocida entre los viajeros amantes del tren que siempre que sueñan con Rusia giran sus ojos, de manera casi irremediable, hacia el mítico y famoso transiberiano.
Pero en realidad esta línea, construida en 1916, es un tesoro casi desconocido que te adentra en el Círculo Polar Ártico, cruzando la República de Carelia y la indómita Península de Kola en 27 horas hasta la mayor ciudad más al norte del planeta, Murmansk, puerto libre de hielo del Ártico, en un estuario que desemboca en el Mar de Barents. Allí donde ya no hay nada más que las oscuras aguas del Océano Ártico y la banquisa de hielo del Polo Norte.
Territorios casi siempre llanos al principio, boscosos y en Abril completamente cubiertos de nieve. Los finos pero infinitos árboles forman una tupida pared vegetal. Taiga pura que ira derivando en tundra conforme sigamos subiendo hacia latitudes cada vez más septentrionales.
De tarde en tarde la línea atraviesa poblaciones esparcidas de unas cuantas casas normalmente de madera, desvencijadas por una climatología despiadada, donde algún viejo Lada, abollado por la nieve, es indicativo de que al menos una carretera llega a ellas.
El tren cruza la Laponia Rusa.
En otras ocasiones son ciudades más o menos pequeñas, adivinamos sus dimensiones dependiendo de la duración de la parada del tren. Atravesamos estaciones sin detenernos, tienen nombres como Sohovec, Knyazhaya, Kem…
Amanece a las cuatro de la mañana: He pasado en vela buena parte de la noche, porque en la litera de al lado dormía a escasos 20 centímetros de mí, una bestia parda del ronquido y ni los tapones han servido de nada. La de los ojos marrones, que duerme abajo dice que el vagón entero temblaba.
Otros trenes se nos han cruzado durante la noche.
A las seis y media el vagón se llena de olor a té, café y comida. Huele a desayuno ruso. Algunos de los pasajeros que partieron de San Petersburgo ya se han bajado a sus respectivos pueblos.
A veces el paisaje se abre en lagos helados y la vista agradece profundidad y perspectiva, pero pronto volverá la pared vegetal tragándose al tren como si fuera un gusano.
Viajamos en platskartny, la clase más económica. Es perfecta, cómoda y hubiera pasado una buena noche si la bestia roncadora no hubiese estado tan cerca.
Al ser una pareja ocupamos las literas laterales, así tenemos siempre una cama, dos asientos y una mesa para nosotros solos. Viajar en segunda, aparte de bastante más caro, no asegura el librarte de gorilas bramadores a menos que compres las cuatro plazas de cada compartimento.
Somos unas cincuenta personas en el vagón. Hace calor pese al paisaje congelado, los hombres viajamos en pantalón corto y camiseta. las mujeres casi igual, apenas algo más pudorosas. Todos vamos en chanclas. El ambiente además de cálido, es hogareño y familiar.
Todo lo contrario en el exterior, donde el cielo gris provoca sensación de frío y desamparo, y San Petersburgo queda muy lejos, casi irreal tras las perpetuas masas boscosas. Naturaleza inmisericorde y de unas dimensiones tan ásperas, que hace que se te encoja el alma.
Estas regiones en invierno y cuando no luce el sol, sólo las podrán apreciar aquéllos que sepan sacarle partido a la belleza de lo yermo, de lo congelado, de lo desolado, de la falta absoluta de color, o al menos, de colores vivos.
El tren atraviesa pueblos fantasma e industrias que parecen abandonadas.
En el compartimento de al lado tenemos tipos con aspecto de actores de películas carcelarias.
Le traigo un café a la de los ojos marrones, no llega a medio euro al cambio.
Creo entender bien a los que tras un largo, gris y helado invierno puedan caer en la melancolía y la tristeza. El páramo congelado es lo que tiene. Siempre mejor que la nada, son sensaciones que pueden ofrecer consuelo, aunque sea magro, al corazón renqueante y torturado, que ya no sabe dónde meterse, cansado de pelear buscando algo de calor.
Tal vez se abran las nubes y aunque el sol no caliente, descubramos que la felicidad es tan simple y deslumbrante como la blancura de la nieve. Y que todo lo demás es equipaje extra, pesadas maletas cargadas de nosotros mismos.
El tren es muy largo, los vagones de segunda están ocupados por marineros de los submarinos de la flota ártica rusa con base en Murmansk. Testosterona pura con camisa a rayas blancas y azules.
Todas las clases de comidas e infusiones que sean posible preparar con agua caliente son inhalados por mi nariz en mi paseo matutino a lo largo del tren. La gente juega a las cartas, charla, duerme, hace puzzles, crucigramas o lee libros.
Creemos que en Rusia haya tanta gente leyendo libros se debe a una serie de razones, algunas más esperanzadoras que otras:
1-Cultura de leer.
2-Falta de cobertura de internet.
3-Teléfonos móviles prehistóricos.
En el vagón vacío del restaurante el encargado habla inglés. Está ávido de clientes pero yo sólo estoy curioseando. Es posible comer platos a unos 5 euros. Me insiste en que coma. Me excuso diciéndole que voy a decirle a mi mujer lo que hay.
De todas formas en cada vagón hay una prodovnista que en su despacho, junto al samovar de agua caliente, vendetodo lo necesario para la supervivencia: chocolatinas, noodels, infusiones, té, café, galletas y sopas.
No hay un solo extranjero en todo el tren pero me hago amigo del único chaval que habla inglés de mi vagón. Es físico nuclear, se llama Vadim y compartimos cigarrillos en las paradas, ya que en el tren no es posible fumar bajo una multa de 2300 rublos. Esto es en teoría porque la gente fuma en los espacios ventilados entre vagones. Por supuesto la de los ojos marrones lo hace y la pillan. Sólo es regañada.
Aquí es donde “se puede” fumar, aunque no creo que en invierno te fumes dos seguidos.
Las plazas pegadas a los wáteres son las más estrechas. La mía no mide más de 1´70 de largo. Si me estiro me sobra la almohada o los pies. El wáter, como todos los wáteres desde Ucrania hasta Corea, tiene una botella de perfume para disimular olores, aún así, el aspecto del resto no es para escrupulosos.
El tren se vacía en su camino hacia el norte, si bien sus paradas son pocas, como pocas son las ciudades y poblaciones. Antes de bajarse los pasajeros enrollan sus jergones y los colocan en la parte de arriba dando la sábanas usadas a la provodnitsa. La temperatura interior se mantiene constante en unos 23º. Puede pasar mucho rato si se espera un cambio de paisaje , y aún así, éste volverá a ser el mismo, tras esas colinas, lago o riachuelo helado.
Cumplo un sueño, el sueño de recorrer regiones árticas en tren. El sol no lo vemos excepto en contadas ocasiones, parece que vaya a salir pero nunca acaba de asomarse tras un manto de permanentes nubes que parecen llevar ahí toda la eternidad, como si el color natural fuera ése, y el cielo jamás haya sido azul. Bóveda grisácea y plomiza desde el principio al final de los tiempos.
Y cuando finalmente decide salir por un momento, tímido, lechoso, blanquecino, ni su luz, ni su calor, dan para otorgar al paisaje una bondad a todas luces, nunca mejor dicho, inexistente.