APATITY, DE PASEO POR EL ARTICO RUSO
Nelo | June 13, 2017Apatity, en la región de Murmansk, allí donde Rusia se adentra en el Circulo Polar Ártico, es una ciudad de unos 60.000 habitantes situada casi en el centro geográfico de la Península de Kola, en una llanura que precede a las montañas Khibiny.
Llegamos en el tren procedente de Murmansk, lo habíamos tomado una hora antes en Olernegorsk, y enseguida tenemos al taxista de turno diciéndonos que no hay autobuses hasta la ciudad. Esto es una constante en Rusia, incluso en el mismo aeropuerto de Moscú hay taxistas diciendo lo lejos que está una terminal a la que se puede llegar andando en un pocos minutos.
Estación de trenes de Apatity
-Cari, este tío dice que no hay autobús.
La de los ojos marrones piensa en el frío, pero me sale la vena más radical:
-Pasando de él, prefiero morir congelado antes que subirme a un taxi, además no hay nada mejor que andar.
Caminaremos unos kilómetros justo hasta el otro extremo de la ciudad desde donde sale la marsrutka hacia Kirovsk, a la vuelta veremos que, por supuesto, sí existe autobús entre la estación de trenes y la ciudad.
Hoy, día soleado de mediados de abril, aunque la temperatura apenas supera los 0º, el deshielo de las miles de toneladas de nieve que todo lo ocupa hace que sea difícil caminar chapoteando en lodo negro.
Si se elige la parte sombreada de las calles la situación es apenas mejor y casi se agradece el suelo congelado aunque el precio a pagar sea no poder despistarte de tus pasos ni un segundo, bajo riesgo de romperte algún hueso estrellándote contra el suelo después del consiguiente resbalón, aleteo y aterrizaje.
Puedo asegurar que el coxis y el hielo se llevan muy mal (sino preguntádselo a la de los ojos marrones) excepto cuando ya te lo golpeaste y los tienes que volver a juntar en un intento de bajar la hinchazón.
Apatity, ciudad minera formada en 1930 al lado de las vías del tren San Petersburgo-Murmansk, creció a base de deportados en la colectivización soviética, y no dejó de hacerlo hasta 1989, cuando el imperio se desintegraba, cayendo su población en 20.000 habitantes hasta nuestros días.
Hoy Apatity huele a una mezcla de orín, amoniaco y algún otro tipo de contaminación ambiental no identificada por mi desarrollada nariz.
De ella, antes de conocerla me atrajo su nombre. Apatity suena para el oído del hispanoparlante a apatía, aunque el verdadero origen de su nombre se debe al mineral llamado Apatita, uno de los fosfatos principales a la hora de fabricar abonos minerales, de ésos que hacen que nuestros tomates tengan un aspecto inmejorable y no sepan absolutamente a nada.
Trenes que extraen la apatita de las montañas Khibiny, al fondo.
Pero como me quedo con el significado que a mí me da la gana, que para eso es nuestro viaje, y como al parecer nos gustan los lugares apáticos, decadentes, lánguidos y displicentes, decidimos caer por allí. Antes de llegar me imaginaba una ciudad gris –y lo es-, sin demasiada gracia –y lo es- en cuyo ambiente flotaría, como un vaho que recorre las calles, la indolencia, el abandono y la desidia.
Pero esto, y supongo que será una buena noticia, no es del todo cierto, sino más bien todo lo contrario.
En Apatity hay tanta actividad que podría llamarse Activity, al menos para lo que es esta parte tan septentrional del planeta.
No es que luzca palmito o palpite lujuriosa bajo un conjunto de lencería semitransparente sobre unas curvas de vértigo bajo una luna llena tropical, y sus calles no serán el mejor ejemplo de fiesta, despiporre y alegría de vivir, pero al menos bastante gente camina atrincherada entre montones de nieve congelada que en ocasiones llega a la altura del semáforo.
La gente hace su vida entre tiendas, supermercados, centros comerciales y algunas fábricas.
Tíasbuenas de casi dos metros enseñan rodilla, lo cual no es poco atrevimiento en estas circunstancias y época del año.
Intento no mirarlas, pero a veces no lo consigo.
-Cari, te gustan las rusas, eh pichabrava.-Me dice la de los ojos marrones cuando me pilla mirando un culo cualquiera, un día cualquiera, en una calle cualquiera.
-Sí, es que son tan grandes y tienen ese aire tan marcial y tan severo. Sé que es una tontería, que habrá de todo, que estamos formados por tópicos y todas esas cosas, pero algunas dan la impresión de que bajo sus abrigos llevan ropa interior de látex y de que esconden un látigo en su bolso.
-Desde luego están mejor que los rusos, quizá ellos se cuidan menos. Ocurre al contrario de Turquía, donde los guapos son ellos.
-Estoy de acuerdo pero, ¿no te parece que estamos generalizando por lo que tal vez no estemos diciendo más que un montón de tonterías?
-Seguramente sí, pero mientras no las pongamos por escrito, no pasa nada.
Algunos papás arrastran carritos de bebé. A las criaturas apenas se les ve metidas en el carrito casi como si fueran en una bolsa marsupial y embutidas en algunas capas de ropa, pero a los padres sí que se les ve y llevan cara de cordero degollado, no sé bien si por el frío o golpeados por el peso de la paternidad.
Los carritos o llevan patines o unas ruedas gigantes, convirtiéndolos en auténticos todoterrenos que salvarán al rubicundo pequeñín de toda suerte de baches, nieves y témpanos de hielo que pululan por las aceras.
También hay gente paseando al perro e incluso tres árboles con hojas verdes en la principal rotonda de la ciudad. Prometen primavera.
El resto es nieve, hielo y un entorno urbano ausente de color cuyo máximo exponente son bloques de pisos uniformes y grises, de dudoso gusto estético, por ser benevolente.
Si no lo fuera diría que son más feos que mi abuela la del bigote, de ésos en los que parece que si te quedas a vivir, todos tus hijos se criarán rodeados de grafitis entre nieve sucia golpeados por el viento helado proveniente de las montañas y serán yonkis sin remedio, auténticos toretes pero con un intenso olor a vodka, a lo ruso.
Aunque lo realmente extraño, al menos para el ojo del forastero, es que estos elementos que podría decirse que por separado son desoladores, forman un conjunto atrayente y exótico que hace que uno se sienta bien.
La ciudad surgiendo como un ente artificial, algo corroído y contaminado pero superviviente en medio de un territorio extremo dotado de una peculiar belleza.
Las afueras de Apatity
Por la ciudad de Apatity, ante un suelo que resbala tanto como la más pulida pista de patinaje, los forasteros caminaremos tiesos, como si nos hubieran metido un palo por el trasero mientras agitamos los brazos como C3PO en un burdo intento de mantener el equilibrio.
Toca preguntarse qué harán los más ancianos en estos largos y extremos inviernos árticos y sólo se me ocurre que esperar.
Esperar la llegada de los tres meses en que es posible salir a la calle sin riesgo de partirse algún hueso.
Tal vez los que quedan, en un país como Rusia en el que un cuarto de los hombres muere antes de los 55 años, siendo éste uno de los principales motivos para que hayan tantas mujeres de 50 años solas, se mantengan jóvenes a la fuerza bajo esos gorros de pelo tan rusos, que según parece sólo lleva la gente mayor, o los turistas.
-Apatity, the city of drugs- me dijo el otro día un taxista.
No será para tanto, no sabe que está hablando con un valenciano que vivió de lleno la segunda mitad de los años 80.