JAPÓN, PERDIDO EN EL CORAZÓN DE LA GRANDE BABYLON
Nelo | April 6, 2016Sí. Ando un poco perdido.
Por un lado tenemos, diez razones para viajar solo, veinte razones para viajar acompañado, cinco para viajar en familia, incluida la suegra. También tenemos del tipo, sal con una chica que viaja, enamórate de un mochilero buenorro de botas embarradas, barba de tres días y paquete prometedor. Viaja con tu perro. Con tus gatos. Con tu periquito. Razones para viajar a los 30 años, viajar a los 40, a los 20, a los 57, a los 63. Viaja con tu mochila, viaja con tu maleta. Viaja sin dinero. Viaja a pleno lujo. Viaja sin planificar. 35 tips de viajero para planificar tu viaje. Cómo conseguir vuelos baratos a Tomelloso, cómo empacar tu mochila –o el orden de tu ropa interior-, cómo elegir tu equipaje de mano a juego con tus complementos viajeros, cómo conseguir que tus abdominales no se te deterioren en tu viaje por los Estados Unidos o qué hacer si te pica un escorpión del desierto de San Luís de Potosí.
También qué regalar a un viajero en navidad, qué regalar a un viajero el día de san Valentín, regalos viajeros para cada día del año, juguetes sexuales de corazón nómada. Razones por las que dejarlo todo y partir de viaje eternamente, razones por las que regresar a casa, como conseguir 3333$ de ingresos con tu blog de viajes antes de las 12 de esta noche. Mi blog, mi ego y yo. Por qué debería usted visitar Puertollano el próximo fin de semana y si no lo hace es un pelotudo total. Ámsterdam en tres días y a la pata coja. Japón en batín y chanclas. El Kilimanjaro a base de morcilla de Burgos. Cómo viajar por el mundo estando buenísima, o mi foto en bikini y a quién carajo le importa el paisaje. Escandinavia de pelirrojo en pelirrojo, etc…
Y por otro lado tenemos a Paul Theroux, en su último libro “El último tren a la zona verde”:
“Volví a cruzar la frontera hacia Namibia, conseguí un transporte y bajé hacia el corazón amarillento y pedregoso del país” Theroux.
Para mí, la diferencia entre todo lo primero y esta frase de Theroux es la literatura. Una frase concentrada de pura y dura literatura, sin aditivos ni conservantes.
Volví a cruzar la frontera hacia Namibia indica que no es la primera vez que estuvo allí, deja la puerta abierta al pasado. Cruzar y frontera a todos nos evoca algo siempre, desolación, ruptura, cambio. Conseguí un transporte puede sugerir dificultad de movimiento, porque si no diría tomé, subí o monté, y el genérico transporte, en vez de ser más concreto, indica movimiento, velocidad, da lo mismo que transporte sea, vamos hacia allá y no importa. Bajé da perspectiva, sitúa, coloca, encuadra al lector geográficamente, lo sitúa en un plano, en un contexto, y el corazón amarillento y pedregoso del país, es la poesía, descriptiva, incluso melancólica y dura, la imagen definitiva. No hace falta haber estado allí. Namibia, país de corazón amarillento y pedregoso y la imaginación vuela sola.
Theroux seguro que podría haberlo adornado más, pero al hacerlo quizá hubiera perdido fuerza y contundencia.
Blogs de guías de viajes hay muchos, son productivos porque dan muchas visitas, fáciles de escribir porque sólo hay que enumerar y ser un poco ingenioso, no mucho. Un buen título, eliges el sabor que le quieres dar al artículo, colocas los datos, pones unas fotos, describes, consultas la Wikipedia para rellenar algo y a otro post.
Blogs de relatos de viajes también hay muchos. Algunos muy buenos, gente enamorada de Japón, hispano-parlantes que viven en el país desde hace años. Lo conocen bien, escriben bien. Me gustaría estar dentro de este grupo, pero qué contar si sólo estoy de paso.
No puedo, ni quiero, engañar a nadie.
Por desgracia tampoco soy Theroux, sólo tengo los pocos días que estoy pasando en Japón, y unas cuantas hojas libres en una libreta escolar con anillas que comparto con dibujos y garabatos de la niña, y que me niego a cambiar por un soporte digital mientras escribo todo esto con muy mala letra a lo largo de trenes y autobuses.
El primero de los autobuses que me están llevando de Matsuyama a Tokio me deposita en plena autopista a las 5:55 de la mañana, noche cerrada de niebla, faltan horas para que amanezca. Soy el único que es abofeteado por el frío invernal japonés, todos los demás pasajeros siguen embutidos en sus mantas y en sus sillones-cápsula individuales, le pregunto a la conductora si mi siguiente autobús debo tomarlo justo aquí:
-Lo siento, no lo sé…- Cierra la puerta del bus, arranca y se va.
-Gracias, encanto…-Pero ya no me oye, su respuesta es una buena bocanada de humo de tubo de escape. No la culpemos por su brusquedad, lleva conduciendo un enorme autobús por las oscuras y aburridas autopistas japonesas toda la noche. Es un trabajo duro a ciertas horas, lo sé por experiencia.
Viendo como se aleja el autobús me siento como un astronauta en el espacio cuando se le corta la manguera de conexión con la nave nodriza y empieza a hundirse en el oscuro vacío sideral.
Miro hacia un lado, un nudo de autopistas, hacia el otro lo mismo, estoy en un carril elevado, me asomo a ver que hay debajo, vías de tren en diferentes niveles, delante de mí a lo lejos un peaje automatizado, ni rastro de personas. Más allá no se ve nada, ni un pueblo, ni una ciudad, ni un área de autopista, nada, sólo niebla y oscuridad, estoy clavado en medio de un frío y espantoso nudo de comunicaciones hecho a medida de trenes, autobuses y camiones.
Caminar por la autopista una locura, pero quedarse aquí es cagarse de frío y un claro coqueteo con la hipotermia.
Frente a mí un folio de papel pegado en un panel, información para los viajeros como yo. En japonés. Lo miro de un lado, lo miro del otro, entrecierro un poco los ojos, pero nada. No logro entender ni una sola palabra.
La escritura japonesa empieza a parecerme menos bonita.
Estoy tirado, colgado, con sueño, hambre, frío y sin saber dónde meterme. Veo un pasillo, lo sigo, un ascensor, lo tomo, me baja tres pisos, me lleva hasta una salita, está helada, no puedo quedarme aquí, fuera hay unos baños pero sin puertas no me sirven de refugio. Salgo al exterior y veo que me encuentro en las puertas de una estación de shinkansen, los trenes-bala japoneses. Fuera de ella no hay un local, ni una cafetería, nada. No puedo quedarme en la calle, pero no tengo un billete que me permita entrar dentro de la estación, faltan varias horas hasta que supuestamente llegue mi segundo y soñado autobús.
Qué además no sé donde se toma porque hay tres niveles. Me imagino esperando en, por ejemplo, el tercero y él llegando al primero, o viceversa, las combinaciones son múltiples.
Y en todas me quedo colgado y con cara de tonto.
A esta matutina e inhumana hora no hay guardia en la estación, entro a las bravas, saltando las barreras. En los andenes encuentro una sala de estar caliente y es una muy seria tentación, pero sé que tendré problemas cuando decida salir de la estación sin billete –no sé qué tipo de problemas, económicos imagino-, y no me apetece dar explicaciones con mi cerebro abotargado tras una noche de bus. Así que me resisto al calor industrial de la vitrina acondicionada y bajo otra vez a la calle, y salto otra vez las barreras, y suenan otra vez las alarmas y yo sonrío por si me están grabando las cámaras.
Vuelvo a la primera salita helada y me pongo toda la ropa que llevo, gorro, braga, una térmica y antifaz, tumbándome encima de tres asientos. Mi respiración me calienta la nariz, si me quedo quieto las potentes luces de neón del techo se apagan, llego a casi dormir algo.
Una hora después llega una mujer. Le pregunto. No se asusta y eso que apenas se me ven los ojos. Mi aspecto ronda entre el de un atracador de bancos, una especie de subcomandante Marcos con mochila, y un vagabundo que duerme en urnas de cristal congeladas. Y en cambio ella sonríe. Se va hasta un cartelito igual al de arriba, me traduce y me dice cuándo y dónde sale mi autobús. Aún es noche cerrada pero lo que me dice esta mujer hace que amanezca, como un haz de rayos solares cuando atraviesan las nubes negras y dispersan la tormenta.
A las siete en punto se enciende el calefactor de la urna, la temperatura se vuelve agradable, llega otra mujer, se sienta al lado de la otra, charlan amistosamente. En esta urna del carajo se crea hasta un cierto ambiente hogareño.
Más tarde amanece, se hace de día y todo cambia. En realidad nada cambia, todo es igual, pero mi percepción de desamparo, pérdida y desasosiego desaparece. Escribo estas líneas para entretenerme. Miro el reloj del ascensor, son las 7:38 de un martes de invierno, Japón, ya despierto, se mueve a mi alrededor.
Estoy rodeado de autopistas y vías de tren por arriba, por abajo, por delante, por detrás y en diagonal. Logro poner nombre a donde me encuentro, esto es Kousoku Nagaokayko y la estación se llama Nishiyamatennouzan. Vaya nombrecito, si no lo digo, reviento.
En mi cabeza Manu Chao perdido en el corazón de la grande Babylon.
Deja de lloviznar con el amanecer, salgo de la estación, el sol sale tímido e ilumina la escarcha de los coches aparcados. Tras caminar un rato, una ciudad ocultada por la niebla y la noche aparece.
Veo una cafetería, no tiene precios, pero no hay otra. Entro, es pequeña, tiene dos clientes y una televisión encendida. Una señora de pelo corto y sonrisa fácil la atiende desde detrás de una barra cuyo suelo está bastante por debajo del resto del local. Lo primero que hace es sacarme un vaso de agua y una toalla embolsada para que me lave. Está muy húmeda y caliente, la toalla, y me recreo en ella, en la toalla, y me devuelve a la vida.
Huele a café, el local es sencillo, claro y limpio, hay ceniceros, se puede fumar, todo es agradable.
Pido té, me dice que si con limón y le digo que sí. Me saca un huevo hervido, le digo que no y le señalo con un gesto unas tostadas. Me las sirven con mantequilla, salada. Los dos clientes, señores de la misma edad que la señora hablan con ella y entre ellos. Uno lee el periódico mientras mira la tele y habla.
La escena podría haber sido la misma en cualquier otro punto del planeta. Hablan en voz bastante alta. Una estufa redonda situada en el centro nos calienta a todos. En la estantería de detrás de la barra hay estatuillas y figuritas que podrían haber estado en casa de mi abuela, que en gloria esté.
El televisor emite un matinal variado de noticias nacionales.
Entra otra señora y aunque no pide nada, la camarera le sirve. Son clientes habituales. Mañana se repetirá esta misma escena, y así un día y otro.
Sólo cambiará la ropa que llevan puesta sus protagonistas, y las arrugas y las ojeras de sus caras.
Y el olor de las estaciones sucediéndose en el calendario.
Pero yo ya no estaré aquí.