JAPÓN. CALIENTE, CALIENTE. SHINJUKU Y KABUKICHO
Nelo | April 14, 2016Estoy sentado en una de las salidas de la interminable estación de Shinjuku, el distrito de los rascacielos más altos de Tokio, pero también el de los neones del barrio caliente de Kabukicho.
Los más de tres millones y medio de personas que pasan por esta misma estación cada día deben encontrarse a mi alrededor ahora mismo. Me gusta sentarme donde sea y dejar pasar el tiempo observando el incesante hormigueo, aunque al cabo de un rato me aturde. No aguanto mucho porque me mareo, es como caminar pero sólo mirando, aún así resisto todo lo que puedo, sentado, sin hacer nada, sólo mirar. Soy lo único que no se mueve.
La chica más guapa y con la cara más antipática de las dos mil personas que me rodean cruza enérgicamente el cruce de pasos de cebra. Se nota que está enfadada, cansada, no hace nada por disimularlo y sus bruscos movimientos se deben a que aún pelea y se rebela contra esta perra existencia que le amarga cada día de su desperdiciada vida. Al menos camina, soberbia, como si así ocurriera.
Al llegar a mi lado del cruce decide no ir por donde todo el mundo debido a la aglomeración, pero para ello debe saltar unas cadenas. Pelo negro liso hasta el coxis, vestido negro ceñido, piernas infinitas, botas altas. Llega a las cadenas, se dispone a saltar, calcula mal, se le engancha el tacón, cae de bruces, es una caída fea, dura, retumba el suelo, durante unos segundos queda aturdida esparramada. Nadie hace nada, nadie se acerca. Se pone de rodillas, se mira las medias rotas, se pone de pie y se marcha, cojeando, y aún más enfadada, si cabe, que antes del fallido salto.
Venía desde Kabukicho, tal vez había acabado un largo turno de aguantar pesados detrás de una barra de night-club, o de otras cosas peores y mucho más retorcidas.
-Ey amigo, ¿quieres pasar un buen rato? -Me dicen una y otra vez por algunas de sus calles- ¿buscas diversión? ¿un bonito masaje?
En fin, lo de siempre, pero peor, con una particularidad que desafía cualquier pilar elemental del marketing en estos “negocios”, todo eso me lo dicen hombres, pero no refiriéndose a ellos mismos, en ningún caso, sino que son los reclamos que tienen las chicas y los locales en la calle como caza-clientes, creo, porque tampoco estoy seguro, no me atrevo a indagar más. Suelen ser africanos. A mí me parece una idea nefasta, muy poco productiva. Los turistas y posibles clientes se atemorizan cuando un nigeriano de dos metros y aspecto de estrella del rap les propone algo en la calle.
Hay locales de todo tipo, para hombres y mujeres, heterosexuales o no, son de una gran variedad, no son prostíbulos propiamente dichos, al menos no todos, hay muchos matices entre ellos y se me escapan totalmente. Al parecer en Japón se alquilan acompañantes, tantos para hombres, como para mujeres, y no siempre este servicio acaba en sexo. Dicen que si eres una mujer y quieres un japonés guapo y alto, muy moderno y de sonrisa profiden, para salir una tarde de compras, cenar y pasar un buen rato en un karaoke tomando unas copas puedes contratarlo.
Este tipo te garantiza que no se tirará de los pelos en una maratoniana tarde de shopping como todos vuestros novios, ni se quedará mirando el culo de las dependientes, ni va a decir ninguna incongruencia en el momento más inoportuno, pero, claro, todo eso vale dinero.
Hay hoteles del amor donde alquilar habitaciones temáticas por hora, para recrear fantasías, incluyen, uniformes, accesorios, karaokes, de todo un poco.
Además de la típicas con temática sado o hello kitty, las hay que recrean las más variadas fantasías. Está la que simula una escuela, por si no te aprendiste bien la lección y necesitas un correctivo, la de Fiebre del Sábado Noche, por si te crees Travolta luciendo paquete, la del vagón del metro, vamos, no disimules, ya sabes, un desconocido y todo eso, la de la consulta del doctor, para seguir jugando a los añorados médicos de la infancia, o la de la biblioteca, (esta me encantaría), donde pase lo que pase se debe permanecer en completo silencio. Hagáis lo que hagáis..
Hay otros locales que desde fuera el recién llegado no adivina a que se dedican, está todo escrito en japonés. Decido entrar en uno de los que no se puede saber de qué va. Sale un tipo a mi encuentro:
-Hola, buenas noches.- Me dice, afable y en inglés.
-Hola, disculpe, es que no sé de qué va esto.
Es una sala llena de más carteles en japonés, sin fotos, ni barra de bar, ni nada, el señor me explica:
-Dentro tenemos un local donde poder tomar una copa y fumar con alguna de las camareras. Cuesta…-me dice el equivalente a unos 50 euros- una media hora.
-¿Sólo fumar y beber?
-Sí, pero también puede tocar un poco- Alarga su mano como si tocara una teta.
-¿Y nada más?
-Sí,- y me hace un gesto obsceno con la mano- y esto por unos 300 euros.
-Gracias, ha sido usted muy amable.
Y muy descriptivo.
Bajo el aluvión lumínico en forma de neones y gigantescas pantallas de plasmas y entre los ríos incesantes de gente existen sitios como éste donde hay personas que pagan una pequeña fortuna para pasar un rato con otra, hablando y bebiendo, sin pasar a mayores. Cómo un psicólogo con el que te puedes tomar una cerveza y además tocarle un poquito las nalgas:
-Doctor Padilla, qué no me entere yo que ese culito pasa hambre…
Tampoco es tan raro, en Tokio hay gente dispuesta pagar a precio de oro un café para poder estar con unos gatos que además no hacen ni caso o para que te vistan de bebé, pañales y chupete incluidos y te acunen o te den la papilla, cuando ya no cumples ni los cuarenta.
En las calles, entre la multitud, hay camiones de neón con anuncios a todo volumen y adolescentes a los que vistieron de la manera más ridícula posible para trabajar de hombre-anuncio, no bastando el tener que estar de esta guisa en público, si no que además deben de saltar y gritar desesperadamente con tal de llamar la atención. Harto de sonidos, luces y locura, me alejo un poco buscando un restaurante razonable para cenar, lo hago en un local poco concurrido, aunque con algunos clientes, una pareja de chicas jóvenes a la que se le unen unos padres, todos cargados de bolsas de compras, un par de tipos solitarios, y una chica preciosa de pelo largo, que cena sola mientras su novio la espera fuera, dentro de un Bmw, mirando la pantalla de su teléfono móvil.
El tipo podría estar cenando con una de las chicas más bonitas de Shinjuku, pero prefiere pasar el tiempo sentado en su coche, solo, mirando el móvil.
Y aunque me parece reprochable y al tipo me dan ganas de decirle lo pendejo que es, mientras pedaleo hacia el barrio de mi hotel, esquivando corredores que eligen esta intempestiva hora de la madrugada para correr por las calles de la megaciudad, me doy cuenta que yo también podría estar cenando con una de las chicas más lindas del otro lado del planeta. Y en vez de eso, ando encima de una bicicleta a las tantas de la noche a través de avenidas de luces naranja, tiritando de frío, cansado después de todo el día, e intentando encontrar mi hotel que está, de momento, desparecido, engullido en esta glacial y desangelada noche de invierno en Tokio.
¿Quién es más pendejo? Y es que no hay nada, cuando se juzga a los demás, como sacar un espejo y pasar un rato mirándose a uno mismo. Se te va la tontería pero rápido.
Al día siguiente por la tarde, ya sin bicicleta, me subiré al tren de la línea Yamamote.
Me apearé de nuevo en Shinjuku, aunque esta vez iré a la parte de los grandes rascacielos, buscando la estación de autobuses de la Willer Express para reservar uno que me tiene que llevar hasta Hiroshima, donde tomaré un tren hasta Onomichi, para deslizarme por la Shimanami Kaido, espectacular y fácil ruta ciclista que atraviesa seis islas esparcidas por el Mar Interior de Seto.
Pero encontrar la estación de la Willer Express en Shinjuku no es tarea fácil, puedes pasar por al lado de ella y ni verla, porque en el barrio de los rascacielos más altos de Tokio se vive en varios niveles, y la estación está hundida en los bajos de uno de los más impresionantes edificios, el Sumitomo, justo enfrente del hotel Hyatt Regency.
Después de que una chica me ofrezca su teléfono para buscar la estación, y acabe buscándolo ella porque yo con la configuración en japonés como que no, y tome ella misma mi teléfono también y le haga una foto al suyo, y todo eso con una sonrisa radiante, y yo no me atreva a pedirle una foto suya, por tímido, y le quede muy agradecido, después de todo eso, me marcho deambulando entre los rascacielos con la boca abierta y gesto paleto de “vente a Alemania, Pepe”.
Me hizo esta foto, pero cómo vio que me quedaba igual, me hizo esta otra.
Este entorno, el colmo de la inmensidad artificial, me resulta tan exótico como la más profunda selva malaya.
El skyline de Shinjuku bajo los efectos del terremoto de Marzo del 2011.
Y está lleno de sorpresas, bajo de uno de los rascacielos más emblemáticos, el Sompo Japan Insurances, veo a decenas de chavales bailando breakdance a ritmo hiphopero.
Lo hacen con verdadera pasión cada anochecer después de que esta inmensa mole dedicada a las finanzas de los seguros cierre sus puertas y el reflejo de sus cristales les permita mirarse mientras bailan, el resto del edificio les proteja de la posible lluvia, y sus suelos, ideales, les permitan hacer todo tipo de piruetas.
Es todo un espectáculo, casi todos son japoneses y muy jóvenes, me los imagino llegando a Shinjuku desde diferentes puntos del Tokio metropolitano e intercambiando bailes y enseñanzas debajo del Sompo Building.
El ambiente es bueno, intento no perturbarlos demasiado, no tomo apenas fotos y procuro no incomodar. Dicen que pasan toda la noche bailando, día tras día. No se me ocurre ambiente más urbano.
Encuentro el Sumitomo Building, apodado “El Triángulo”, donde se halla la estación de autobuses sin encontrarla.
Decido visitar el rascacielos y subir lo más arriba posible hasta que alguien me diga algo. Entro decidido, paso por una serie de hall de lujo, no hay nadie, es de noche cerrada pero está todo abierto. Elijo un ascensor cualquiera, 520 metros por minuto me catapultan hasta el piso 55.
Son 24 segundos de potente propulsión e incómoda ingravidez cuasi genital.
Cuando el ascensor se detiene tengo taponados los oídos, salgo a unos pasillos oscuros que se van iluminando con mi presencia, veo que hay cámaras de seguridad por todas partes. No hay un alma y todos los despachos están cerrados. No voy a tener una explicación satisfactoria si alguien me pregunta qué estoy haciendo aquí. Y ni rastro de ventanas por ninguna parte, ni vistas panorámicas, ni lucecitas de Tokio refulgiendo en la noche. Así que bajo hasta la planta baja y me voy a una cómoda sala especial para fumadores.
Si no tuviera la deplorable costumbre de informarme sobre los sitios a toro pasado, o sea una vez ya visitados, sabría que el Sumimoto Building Corporation, cuenta con algún restaurante de entrada libre y vistas panorámicas en el nivel 51.
Aunque no tengo ni idea de esto mientras fumo en esa urna acristalada totalmente acondicionada, asientos, televisión, máquina de bebidas, escritorios con banquetas, wifi, papeleras de reciclaje, prensa, folletos no identificables, un desinfectante para manos y perfume antitabaco.
En la sala hay otros fumadores, ejecutivos y oficinistas que no lograron salir de sus oficinas aún, y siguen trabajando de noche. Permanecen de pie, fuman deprisa, me acerco a uno de ellos de frente para que no se asuste, pero no me venir y cuando le hablo se asusta y da un saltito, después me responde cortés que no sabe donde está la estación de autobuses situada en este mismo edificio. Así que con los pulmones llenos de alquitrán y nicotina me desinfecto las manos y perfumo todo mi ser antes de salir en su búsqueda.
Poco después encontraré la estación por mis medios, y reservaré mi autobús a Hiroshima, pasearé por el Parque Central de Shinjuku y acabaré en un templo sin saber muy bien que hacer excepto observar como grupos de oficinistas entran a rezar después de lavarse y tocar unos cencerros.
Sí, mi profundización en el sintoísmo brilla por su ausencia.
Paso allí un rato y me voy a cenar. Tan banal como eso.
En muchas ocasiones las acciones del espectador viajero son totalmente anodinas, incluso incongruentes. No encierran ninguna mística que invite a soñar, que asome a otras posibilidades; tampoco ninguna épica ni grandes aventuras que contar y conseguir que el lector se emocione, encerrando menos poesía que un desinfectante de manos. Movido la mayor parte del tiempo por sentimientos con menos romanticismo que una visita al baño. Hambre, sueño, hartazgo. Y en contra de lo que los no-viajeros pudieran suponer tampoco en ellas cabe mérito alguno.
Desmitifiquemos, es muy fácil:
No es de valientes, no hay mérito, se consigue algo de dinero, se compra un ticket a alguna parte, allí busca una habitación, algo de comer, y cómo moverse. No creo que haya mucho de lo que enorgullecerse, aunque si lo necesitas puedes hacerlo, a quién le importa. Da lo mismo que consigas la plata antes o durante el viaje o que gastes más o menos. No deberíamos ni hablar de ello, estoy a punto de cerrar así este artículo y dedicarme a cosas más carnales.
Pero ya que llegaste hasta aquí, y eso si que tiene mérito por tu parte, intentaré llegar hasta el final.
Al día siguiente volveré a Shinjuku unas horas antes de que mi autobús parta.
El aluminio, acero y cristal de las moles construidas destellea bajo el sol de invierno de esta templada tarde de enero tokiota.
Es el mismo parque que ayer pero a plena luz del día, podría citar varias situaciones de esas curiosas, muy japonesas, en las que aparentemente todo es igual que en occidente, pero en cuanto te fijas un poco ves matices sorprendentes.
Pero no me quiero entretener, quiero acabar este artículo de un vez por todas.
Es posible subir a dos observatorios en este edificio para ver una panorámica de Tokio. Gratis.
Visitaré el Ayuntamiento de Tokio para ver una panorámica de toda la megápolis. Paso una de las tardes más impresionantes de mi vida con la ciudad entera bajo mis pupilas.
No se ve su final. Su final, el fondo de este infinito paisaje urbano es el Monte Fuji, pero hoy ni se adivina.
Aún así salgo embriagado, como si me hubiera fumado medio jardín jamaicano. No explicaré esta visita gratuita, aparece en todos los blogs que hablan de Tokio, así que me permitirás que no lo haga.
El niño no tiene miedo, incluso parece que quiera volar. La madre sabe que es imposible que el cristal se rompa, y que en caso de terremoto, puede que las alturas de este rascacielos sea uno de los sitios más seguros donde estar. Su cerebro lo sabe, pero no del todo, imposible no alargar la mano y sujetar al niño.
Subiré a mi transporte puntual mientras las ventanas iluminadas sustituyen a las estrellas en este océano de hormigón, bajaré la capucha de mi asiento cuando la negrura de la noche en las autopistas japonesas solo me devuelva mi reflejo en la ventanilla y esperaré que me acerque, como si me teletransportara, a Hiroshima.
En ese mismo instante una chica de pelo negro hasta el coxis, que sufrió una caída delante de dos mil personas en plena hora punta en Shinjuku, se acariciará sin darse cuenta la herida de su pierna, reclinada sobre una barra de bar en Kabikucho, mientras un señor con ojeras y mirada de cordero, corbata medio despasada y etílico aliento a sake le cuenta mil cosas que él necesitaba decir y que a ella no le importan en absoluto.
Y tú, justo ese preciso momento, al otro lado del planeta, bajo la luz del mediodía, freirás una tortilla de patata y cebolla, preguntándote, a la vez, si escondiste bien los juguetes de los reyes de los nenes, y si aún me durarán los arañazos que me hiciste en la espalda.
Un espontáneo nomeolvides viajero, que aún me escuece cuando me refriego en el respaldo de mi asiento, en un intento contorsionista de intentar dormir, una vez más, sobre ruedas, siempre dirección a ninguna parte.