BANDAR ABBAS, IRÁN
Nelo | January 10, 2015
El autobús que cubre la ruta Shiraz-Bandar Abbas lo tomé por los pelos, tuve que correr hasta ponerme a su altura ya en movimiento, aporrear la puerta y discutir con el ayudante del conductor para que me dejara subir con mi mochila, pues la quería echar a la bodega.
Su precio, unos 3 euros para unas 8 horas de trayecto.
El viaje lo hago rodeado de trabajadores que del resto de Irán vuelven a su trabajo en Bandar Abbas.
Uno es ingeniero especializado en energía nuclear, habla algo de inglés y quiere saber demasiadas cosas para el poquito inglés que conoce. Entre una palabra y la siguiente deja transcurrir casi un minuto. Esta práctica al cabo de las horas se convierte en un ejercicio en el cual se aprende a adquirir cierta paciencia después de demostrarse valor a uno mismo convenciéndose de que realmente sería capaz de saltar en marcha por una de las ventanillas. Los otros le ayudan a comunicarse, repiten la misma palabra en farsi, una y otra vez, como si en la repetición fuera a entrarme la inspiración divina y comprender de repente la palabra, abriéndose ante mí, el profundo conocimiento de la lengua persa. Nuestra conversación es pública y engloba todas las primeras filas de asientos, me siento tentado a agarrar el micrófono del autobús para que así, me puedan escuchar todos bien.
Comemos todos juntos cuando paramos con este propósito.
Regreso al lado de mi amigo nuclear que me asegura que Irán sólo produce esta energía para fines energéticos y medicinales. Me pregunta si en España es igual. Es el tema de moda.
Ahora sí que atravesamos el desierto con pueblos calcinados bajo el sol y verdaderos oasis de palmeras, naranjos y limoneros. Y acacias, verdaderas acacias saharianas. De norte a sur el paisaje iraní da la sensación de apenas cambiar pero sí que lo hace, desde que salí de Teherán he encontrado estepas congeladas, una débil franja con algo de cultivos y ahora ya, el desierto puro y duro.
La llegada a Bandar Abbas es espectacular; refinerías y chimeneas de fuegos y espeso humo, autopistas cargadas de todo tipo de camiones, calor, industrias destartaladas de no sé muy bien qué, pero imagino que relacionadas con el petróleo.
Un paisaje sucio y gris rodeado de un lado por altas montañas abruptas y escarpadas del desierto y, por el otro, con un mar de colores bellísimos, tranquilo, salpicado de grandes buques y con el fondo de la isla de Quesmh.
Ocaso en la isla de Ormuz.
Es el gólfo pérsico. He llegado, lo conseguí. Hace muchos años, una de la veces que volvía a España desde Malasia, sobrevolé estas costas, en aquel momento decidí que tenía que recorrerlas. Hoy, por fin llegué.
Entre todos los del autobús planean y deciden donde debo bajarme. De mis compañeros de viaje recibo dos invitaciones de ir a su casa que rechazo con cortesía y no insisten.
-Pues yo te acompaño a buscar un hotel.
-Oh, no te preocupes, no hay problema, sé apañarme, gracias.
Me bajo del bus y me lanzo a un río humano que puebla las calles, trepidante y frenético, se grita, se vende, se compra, se pasea, se charla, se liga, se come, se vive.
Estoy cansado, camino y camino con la bolsa a cuestas, no hay ningún cartel que pueda entender, nada, todo está en farsi, hasta los números.
El viajero se convierte en analfabeto total, es difícil distinguir un hotel de una gestoría.
Hace mucho tiempo que no sentía esa sensación de decir: uf, ¿pero dónde he llegado? o, mejor aún, ¿acabo de salir del vientre materno?, por favor, que alguien me ponga un pañal.
Hay un hotel enfrente del muelle donde se embarca para la isla de Queshm, lo había descartado por demasiado lujoso para mí, pero acabo en él después de dar vueltas y más vueltas.
Mi siempre ligera mochila hoy pesa más de lo normal, se hace de noche y cuesta andar por las calles de tanta gente que hay, así que decido pagar la friolera de 23 euros por una noche, un precio desorbitado comparado con el resto de mis alojamientos del viaje. El hotel lo vale, y encima en casi dos semanas en Irán la cantidad gastada en total es casi ridícula según los stándares occidentales.
Así que se acabaron los espacios claustrofóbicos, los lamparones, las almohadas con zonas amarillas, los rizados vellos púbicos de desconocidos entre las sábanas, los gargajos en medio de la oscuridad, las moquetas grasientas y agujereadas, el baño comunitario y su japonés que siempre está dentro, los cárteles de “echar el papel del water en el cubo” -cuestión verdaderamente desagradable, imaginaos lo que aparece al levantar esa tapa, qué asco- y en el que un mochilero gracioso ha ido escribiendo por todo Irán en boli “y entonces pida un deseo”.
Se acabó, al menos por una noche.
Mi habitación en este hotel es tan normal que hasta me siento extraño.