EN TREN POR CHINA. LOS DIEZ MIL POLVOS PERDIDOS
Nelo | November 20, 2018En el sur de China, el cielo de la ciudad de Guilin sigue siendo gris. No hemos visto el sol desde hace dos semanas, cuando dejamos atrás Hong Kong, como si el astro rey no tuviera lugar en el plomizo invierno chino. Las neblinas del sur de China no son como las de India, terrosas y olorosas de un color beige casi marrón, sino que son grises y metálicas, deslucidas pero voraces se comen el resto de los colores del paisaje, especialmente del urbano.
Si la niebla en India parece agrícola o incluso hogareña, creada sobretodo por las miles de cocinas de leña que se encienden simultáneamente, en China parece industrial, aunque no lo sea y nazca del invierno.
Del tren que partirá enseguida hacia Cantón y Hong Kong bajan chicas con minifalda, rostros tersos de labios rojos, botas altas y abrigos rosas. Llevan en sus manos cajas de cartón suspendidas de una cuerda, mezclan imitaciones de Gucci y Dolce Marrana con las cebollas del pueblo que les ha entregado su abuela.
Otro tren-bala unos andenes más allá repite la misma operación que el nuestro, vibrando más en parado que a 300km/h. Una alarma intermitente anuncia su inminente salida. Los gritos agudos de los niños del vagón se mezclan con ella.
Los alrededores de Guilin que se ven desde el tren no son especialmente bonitos. Tal vez sea culpa del cielo, o tal vez la culpable sea la misma ciudad con su respiración, su aliento invernal. Un vaho húmedo y frío.
Su seña de identidad es la misma que en cualquier otra ciudad de China, edificios altos sumidos en la niebla reproduciéndose como hongos, mega estructuras de un monstruo que no se detiene.
Azafatas con gorrito, uniforme azul marino y piel de marfil. La del restaurante vocea sus virtudes carta en mano, con voz fina y aguda. Las virtudes del restaurante no las de ella, que las tiene. La ciudad deja paso a un campo mucho más bonito que ella. Que la ciudad, no que la azafata. Que lo es, a pesar de esos granitos en la cara y a su semblante que pretende ser profesional en un rostro que sigue siendo sin remedio infantil y risueño. El resto de pasajeros van durmiendo, o casi. Efectos de un ritmo de vida frenético sin apenas días de descanso, y de una flotabilidad somnífera provocada por la alta velocidad y el rítmico correr de los kilómetros.
Pasamos el túnel número diez mil.
No es el túnel diez mil con literalidad pero el número “diez mil” para los chinos –que son muy de números- es sinónimo de muchos, el concepto de una cantidad grande, hace referencia a un número imposible de determinar por su grandeza, por su multiplicidad, es un genérico utilizado para expresar sumas de gigantesca concepción.
Diez mil equivale al “mogollón” de los ochenta, siendo utilizado de manera continua en la cultura china, en todos los ámbitos. De hecho la muralla china es la Muralla de los Diez Mil Li, el nombre original del calendario chino era el calendario de los diez mil años, incluso lo dice el Tao:
“El Tao engendra al Uno,
el Uno engendra al Dos,
el Dos engendra al Tres.
El Tres engendra a los Diez Mil seres”
Lao Tsé.
Yo no acabo de entender esto del todo, pero suena tan bien…
El tren pasa casi más tiempo en la oscuridad de los túneles que en el exterior, pero mientras va por fuera podemos ver las fantásticas, caprichosas y puntiagudas montañas de Yanghsuo.
Entre ellas y en los llanos, cultivos de mandarinos embolsados uno a uno para protegerlos de las temibles heladas que llegan desde el Norte de tarde en tarde y en pleno invierno, provocando que se extienda una mancha blanca y brillante a lo largo de los miles de kilómetros del interior, de la que escapamos los pasajeros de este tren rumbo al sur, al clima siempre templado en invierno del Mar de la China Meridional.
La de los ojos marrones lee por enésima vez el mismo libro. Más allá, al otro lado del pasillo, una chica con gafas y un termo negro y amarillo que imita una avispa mira, cómo no, su teléfono, al lado de un chico que antes ha devorado una bandeja de comida de las que sirven en el tren, y que ahora duerme con la cabeza echada hacia atrás, los auriculares puestos y la boca abierta de par en par.
Un incipiente hilo de baba asoma destrozando la poca dignidad que le quedaba.
No se conocen porque aunque han subido los dos en Guilin lo han hecho por separado. Ella es muy guapa, y él, si no presentara tan patética imagen, y ella dejara de mirar su maldito teléfono, y quizá se miraran un segundo, tal vez podrían conocerse y hasta caerse bien, o por qué no, incluso protagonizar un amor de película, de los de tsunami, de los que arrollan, de los que se desbordan y se soban, y dan asco y vergüenza ajena, de los que cada segundo que pasan separados es un desperdicio, un puñetazo en la mesa de la mediocridad y el olvido, un amor enfermizo y superlativo sobre un fondo de montañas puntiagudas, mientras suena de banda sonora una canción china de las melodiosas, de ésas terriblemente dulzonas, horteras y empalagosas.
Si él consiguiera que la baba no le siguiera cayendo por la comisura de los labios, quizá pudiera mover estas montañas por ella, y disfrutar de sus esplendorosos pechos, y ella enamorarse como una tonta loca, y adorar todos y cada uno de sus defectos como singularidades maravillosas, únicas y personales, mientras decide cuando va a dejarle practicar sexo anal ya que él no para de insistir, encendido y apasionado, y ella calibrar si tal vez para su cumpleaños, como regalo, en la granja de su abuela, la de las cebollas, ya que ella lo quiere todo de él y lo quiere ahora, por todas partes y bajo cualquier circunstancia.
Está dispuesta a someterse y además disfrutar de ello, porque sabe que no es el cómo ni el porqué, sino el quién.
Pero él no despierta. Y ella no deja de mirar el móvil a través de sus gafas a lo John Lenon, tan de moda ahora en toda China.
Pronto el tren parará, uno de los dos se apeará en algún pueblo de nombre impronunciable si eres un cateto extranjero, y todo seguirá igual.
No se morderán las lenguas, ni habrá mensajes con pictogramas calenturientos en el We Chat a las tantas de la noche. Ni culo, ni tetas, ni risas bajo las sábanas. Ni admiración, ni fiebre, ni suspiros. Qué desperdicio. Ni tallarines compartidos. Ni hijos déspotas que lo estropeen todo. Ni tiempo que pase por encima de ellos como una apisonadora, machacándolo todo, dejando un absurdo mosaico de trocitos pequeños sobre una alfombra de ceniza.
Todo seguirá igual, como este paisaje de montañas kársticas de formas caprichosas. Que no parece que cambie aunque sí lo haga, producto del tiempo que pasa silbante como un tren veloz; en marcha e implacable aunque no lo parezca, porque nosotros, dormidos con la boca abierta y cara de idiota, no nos damos ni cuenta.