EL PARAÍSO ES UN ESTADO DE ÁNIMO. LANGKAWI, MALASIA
Nelo | June 24, 2016Oceáno Índico. Mar de Andaman. Malasia. Isla de Langkawi. Kuah, la capital. Elenco de topónimos soñados por cualquier viajero.
Hoy nos despertaron las obras de al lado del hostal. Sonidos globalizados a lo largo y ancho del planeta, martillazos, sonidos de sierras radiales, tablones que se caen y andamios que se montan. No ayudan a un bonito despertar ni aunque se esté de viaje, afrodisíaco atontador que hace que suban tus niveles de tolerancia hasta límites insospechados y te haga esbozar una sonrisa beatífica ante cosas que en tu lugar de origen te harían maldecir.
-Cómo se mueve este teleférico, papá…
-No pasa nada, es divertido, estamos de viaje, sólo son 300 metros de caída libre.
-Es verdad, quedaríamos hechos papilla, qué risa.
-Sí, es tan gracioso que hasta el chino de la foto se ríe.
En las islas tropicales se puede despertar con el canto de los pajaritos y el rugir de fondo de las olas del mar, o a mamporrazo limpio dado entre gritos de obreros madrugadores en idioma local. Es una cuestión de suerte. Ambas posibilidades son igual de exóticas. Una es una caricia al despertar, la otra una bofetada que hace que empieces el día tenso como un funcionario de frontera malhumorado.
Somos tres en la habitación del hotel, la de los ojos marrones, la niña y el que escribe estas tristes crónicas.
Yo me desvelo desde el primer golpe de la brigada demoledora. Ellas, ni se inmutan. Y eso duele, cualquier desgraciado necesita ser acompañado en su indignación, que los demás lo pasen tan mal como él, que sean solidarios, fastidiémonos todos juntos, vivamos unidos este mal rato. Pero no, duermen.
-Qué mala cara haces, cariño- me dirán una hora después cuando me encuentren en una esquina de la habitación con los ojos desorbitados y las manos en mi cabeza, rollo “el grito”, mientras pienso en saltar por la ventana y en una doble pirueta mortal, ir arrancando a mordiscos las yugulares de todos los obreros implicados. Uno tras otro.
Más tarde el desayuno en un restaurante local. Las ganas de probar cualquier cosa nueva incluso cuando aún ni te quitaste las legañas, ya que para algo andas de viaje, hace que te aventures sumergiéndote en manjares desconocidos e inciertos, casi siempre exageradamente picantes, fuego que abrasa tu lengua, humo que sale como un géiser por tus orejas. Fumarolas de atrevimiento gastronómico. No volverá a picar hasta…ya sabes.
En los días que llevamos en la isla, recorriéndola en moto -hasta nuestra detención por la policía por ir 3 en la moto- un Wild Life Santuary, que en realidad se trata de un cutre-zoo, le come la moral a la niña.
En Langkawi podéis circular tres en una moto siempre y cuando no os pille la policía, o sea como en todas partes.
Y yo, sin moral ninguna, sin fuerzas para resistirme, me veo hoy derrotado, así que al pasar por allí me detengo ante la sorpresa del sector femenino del viaje, y tengo la poca vergüenza de hacer de turista lo que haga falta, recorrer pasillos con gallinas enjauladas, dejar que me desplumen con el precio de las entradas e incluso hacerme una foto de esas horribles con una serpiente en las manos. Máximo exponente de la chabacanería viajera y del mal gusto. Nada me importa y estoy dispuesto a llegar hasta donde haga falta.
A la niña todo esto le encanta.
Después vamos a un manglar donde intentan vendernos excursiones en barco. Pero como vengo de hacer el primo decido que no y pongo a la familia a caminar.
-Tranquilas chicas, vamos a ver lo mismo que desde la barca pero desde tierra, caminando.
Y lo hacemos lo suficiente para que al arrancar a llover nos cayera todo el diluvio universal encima, y se acabara pronto el camino, convirtiéndose todo en un manglar pútrido y cenagoso; justo hasta que conseguimos refugiarnos, volviendo a nuestro punto de origen avergonzados ante la mirada de los barqueros:
-Todavía les pasa poco a estos gilis que no quieren pagar -Imagino que piensan.
Momento exacto en el que para la lluvia y sale el sol. Y así, empapados, decidimos ir a la playa.
Camino de ésta compro unos trozos de mango verde y apepinado. Hubiera sido más agradable chupar un limón amargo. Y mira que pensé, qué color tan raro tiene este mango. No estaba ni fresquito.
Eso ocurre justo antes de tener que embadurnarme de crema de protección solar, porque a pesar de pasar los veranos mi niñez desnudo junto al Mediterráneo, aquí casca el sol de verdad y no es agradable acabar en la unidad de quemados del hospital más cercano, lamentándome en malayo ante un médico de nombre impronunciable.
Encima de tal pringue, y pese a mi aversión a cualquier tipo de crema, tengo que extenderme una segunda capa, esta vez de loción antimosquitos versión ultra hardcore, porque soy de ésos que si estoy yo, ya no pican a nadie más. Ya entiendo porqué mis novias aguantaban cierto tiempo antes de abandonarme definitivamente. Algo bueno tenía que tener y esta virtud no es baladí.
Mientras sonrío ante mi pringosa victoria frente estos indeseables y me da repelús mover cualquiera de mis articulaciones, y me avergüenzo de no haber sucumbido a la moda de ir depilados, me meto en el agua el tiempo suficiente para que me pique una medusa. Pasa todo muy rápido, apenas me da tiempo a bañarme.
De todas formas da igual, el agua está tan caliente que no refresca.
Fuera en la orilla unos monos nos roban la comida.
Es entonces cuando decidimos irnos a unas cascadas, que encontramos secas, ni gota de agua. Sólo un charco de agüita amarilla estancada. Fenómeno inexplicable tras el diluvio anterior. Por el camino me hinchan los mosquitos porque el agua del mar me ha quitado cualquier tipo de protección y crema. Al sol le da tiempo a convertirme en un tipo rojo y brillante.
Como no estoy viviendo mi mejor momento, para relajarme decido comprarme un helado con sabor a ambipur o a cualquier otro ambientador industrial, y salpicado con una especie de frutas en forma de gusanitos que parecían el vómito de mi gato.
Open your mind, pero ¿hasta qué punto?
El día continúa en forma de ascensión a una montaña desde la que no nos vemos casi ni la punta de los pies de la espesa niebla que nos envuelve y con otro diluvio universal en plena bajada que hace que nos refugiemos en lo más tupido y profundo de la selva donde somos invadidos por todo un ecosistema tropical de pequeños pero abundantes bichos.
Olvídate pues de cualquier tipo de escarceo amoroso selvático, que además de los bichos está la niña, o sea que de follar ni hablamos.
El atardecer culmina en una playa desde la que se divisa la única cementera de toda la isla.
Debo revisar mi karma, me temo.
¿Sedentarismo total? No, gracias. Ya probé y prefiero seguir ardiendo en el infierno.
¿Algo bueno de Langkawi? Todo.
Pincha en este otro post para saber más: Langkawi, los besos que nunca nos dimos.
Otros días encontraremos fantásticas cascadas donde pensar en el paraíso y disfrutar los buenos ratos.
Subiremos a increíbles puentes elevados con suelos de cristal donde flotar por encima de las junglas y del océano.
Nos bañaremos en playas paradisíacas frente islotes verdes.
De ésos que al verlos sueñas con hacerte una cabaña en medio de la espesura.
Y decirle al barquero que te olvide, dejar crecer la barba y no regresar jamás.
Pero no hoy ni aquí, que estoy harto de leer blogs de viajes donde todo les va de maravilla, y levitan de felicidad mientras dan la decimoquinta vuelta al mundo y sus posts les otorgan 5000$ de beneficio a la hora. Sí, esos en los que ellos parecen bronceados italianos de barbita cuidadosamente despreocupada, bronceados como si llevaran tres meses en Formentera –lo siento mucho chicas, los más guapos son siempre gays-, y ellas, pasarían sin despeinarse y con honores por el último pase de modelos de Victoria Secret, portentos de genética, alimentación sana y gimnasio.
Y más tarde más aviones.
Y otra vuelta más. El regreso, sustantivo tan vilipendiado en el mundo de los viajes.
Y dices adiós al nasigoreng de fortuna a la sombra de las palmeras, y vuelves a la paella de los domingos.
Y el tiempo pasa tan implacable como una apisonadora.
Y otra vez las alas rotas, el techo de la habitación, las golondrinas de la Gran Vía, los charcos de agua turbia.
Las balas perdidas de fuegos cruzados que no son tu guerra.
La posibilidad de volver a tomar un avión a cualquier parte libre de los daños colaterales que provocan un culo inquieto. El verano echándose encima, el viento de poniente, los incendios forestales desparramándose por las laderas, allá lejos de la gran ciudad. Cielos encendidos de rojo. El olor del humo de la inquietud.
Un agujero en medio del estómago, los sueños hechos realidad, algunos al menos. El corasón de la grande babylon, tus bragas limpias en el cajón.
Dejar continentes en espera. Trenes que parten sin nosotros. ¿Se te ocurre algo peor? A mí si.
Bendita sana locura, y malditas las voces entre el ulular del viento del desierto y las guitarras con pedales de distorsión de ritmos acelerados que no me dejan tranquilo. Estás ahí, fumando en el balcón, al atardecer le sienta de maravilla tu pelo castaño, si estuvieran aquí ésos que se reúnen a aplaudir atardeceres vestidos de lino blanco ahora mismo estallaría una sonora ovación. Pienso en que para qué partir a dar la vuelta al mundo buscándote si te tengo delante de mí. Aún así siento que debo hacerlo, planeta de mierda, déjame descansar.
Y tú me miras como si lo supieras, porque lo sabes. Y maldices tu pasado. Yo pego otra calada, miro al suelo, y maldigo el mío. Como lo hacen los estúpidos que no entienden que cada uno de los errores cometidos son los que nos trajeron hasta aquí. Abre la ventana que salga el humo a la noche naranja y urbana, el aroma correteará, dulzón, por toda la calle a esta hora desierta. Si no hubieras convertido mi vida en un concierto de Manu Chao y si no olieras tan bien, sería todo más fácil.
Debemos marcharnos antes de que las tormentas entren por levante, echa más brea a este casco remendado, a merced del embate de las olas. Un león enjaulado dando vueltas por casa de noche, ojos de gato abiertos en la oscuridad. Tendremos que atravesar el arrecife espumoso y después izar las velas. Sólo hay que alcanzar la gran corriente, esa que te lleva lejos y alto.
Puede que no exista la soñada verdad verdadera, pero tampoco hay confusión. Sabes bien de qué hablo, las gaviotas del Bósforo, los troncos de los bosques del este, los taxis encadenados del desierto, la espuma mediterránea sobre tu piel tan blanca, los buques grises de los canales del norte, las palmeras bajo la lluvia de un océano meridional, los búnkeres de los prados verdes regados por el Vístula, etc. etc.
Batallitas de viajero para seducirte una vez más cuando te olvidas que me quieres.
No te distraigas, tienes delante cuatro cables, una bomba por desactivar, mejor corta los cuatro, rápido. Puto tic tac.
Todo lo demás vendrá detrás, la existencia veloz como una Kawasaki, imposible no acelerar, indomable, enroscar el puño, agárrate fuerte y tumba conmigo. Si todo es “maya”, una ilusión, cómo no quieres que me ponga nervioso. Por no hablar de lo que todavía queda por ver, demasiado, apúrate. Vértigo.
La insatisfacción en su justa medida, la suficiente para sobrevivir sin caer en la trampa. Y tus tetas, y tu sonrisa, y tu calor y tus músculos en tensión. Y el vello erizado de tu nuca. Y Kirguistán en el punto de mira, las grandes montañas que brillan en sus alturas y las estepas amarillas del Asia Central. Y mi bicicleta con alforjas en medio del salón, bella durmiente que no despertará hasta que le dé un beso de tornillo. Y mi hipoteca, y mi contrato de trabajo. Y tus hijos, y los míos. Y el Mercadona y las patatas friéndose en la sartén.
Y Tokio esperándonos, a ti y a mí. Tú queriendo que vayamos a otra parte porque yo ya me perdí por ella, sin saber que cualquier ciudad es diferente contigo.
Sabiendo que los lugares que más se echan de menos son aquellos en los que nunca estuvimos.