INDIA, EL EXPRESO DE CALCUTA
Nelo | March 7, 2018A una hora muy temprana, antes del amanecer, en el vagón número cuatro del Indrani Express que recorre la noche bengalí en dirección Calcuta hay un griterío propio de un mercado. De hecho, todo el tren se ha convertido en uno, y vendedores ambulantes ofrecen desayunos de todo tipo mientras gritan y aporrean sus cacharros en busca de clientes en una continua e incesante procesión.
Afuera, las llanuras brumosas de la bellísima Bengala Occidental despiertan con vuelos de garzas blancas y habitantes aún somnolientos que caminan hacia sus tareas agrícolas sobre un fondo de campos pardos salpicados de islas de palmeras.
Campos hechos a mano como con un pincel que no teme la curva, la imperfección o el tembleque. Regados en la mayoría de las ocasiones por una mano encallecida que sostiene una cazoleta de plástico.
La India rural, dura y descarnada para sus habitantes, pero serena, linda y lánguida para el viajero que la observa tomando té con leche y cardamomo desde la ventanilla de un expreso que atraviesa los llanos.
De mil tonos de verde, los campos se mantienen impolutos, también los pueblos, la mugre queda para las ciudades. Los niños hacen cachirulos con papeles, cañas e hilo muy fino, de pegamento usan pasta de arroz. Hay cabras vestidas. A la tercera que veo pregunto porqué:
-¿Disculpe, usted sabe por qué las cabras van vestidas?
-Porque es invierno y hace frío.
En el vagón ponen música a tope en varios móviles, el resultado es una mezcla horrorosa de ruido casi insoportable en su volumen. En India las cosas existen porque suenan. Si no haces ruido, no existes. Yo mismo me enfado si no me pitan cuando voy a cruzar una calle ¿Acaso pretendes atropellarme? Entiendo que frente a todos estos guirigays haya hombres retirados en cuevas y montañas, desnudos, concentrados en el murmullo de un pequeño arroyo. Me parece la postura más lógica, yo también lo haría si tuviese los arrestos suficientes.
Ellos, los sadhus, nos demuestran, en su itinerante desnudez, que en realidad todo es superfluo, ya no sólo nuestras mochilas sino hasta nuestra ropa.
Ríete de los viajamos alardeando de gastar poco. O de los que nos creemos sufridos y aguerridos viajeros. No hay comparación:
Vete a la India, tira tu ropa y tu mochila a la basura, haz con tus últimos calzoncillos una hoguera, cúbrete de ceniza, y con la única posesión de un bastón y una escudilla sal a recorrer caminos polvorientos. Me parece uno de los mejores consejos que se puede dar.
Yo no lo hago porque en pelotas pierdo mucho, creo.
Los chavales del tren siguen jugando con sus móviles y yo me entero de cada disparo lanzado contra ectoplasmas verdes enemigos.
A tramos, echo de menos Japón y su fundamentalismo sonoro en transportes públicos.
En India si se ha de iniciar una conversación o un monólogo a las tres de la mañana con voz fuerte y risas eufóricas, se inicia. No importa que a tu lado estén noventa personas durmiendo.
Aún no me queda claro si en el subcontinente se practica el “vive y deja vivir” o es puro egoísmo cuyo slogan podría ser “primero yo y los demás que se jodan”.
Pienso más bien lo segundo, aunque siempre tendí a ver el vaso medio vacío. Es una actitud que me parece más coherente y menos bobalicona que verlo medio lleno, que me suena a conformista, a opiáceo y a perfume barato. Además cada empujón del metro de Calcuta en hora punta me reafirma en ello tanto como cada una de las telenovelas indias que mis vecinos de vagón miran extasiados, de las que me he de tragar su alto volumen mientras intento cerrar los ojos. Por no hablar de algunos niños insoportables, de ésos que te hacen echar de menos una ventana del tren sin barrotes. Y que cada cual decida si arrojar al niño al exterior o lanzarse él mismo.
Pero luego, recuerdo un señor que alimentaba ratas en las orillas del Brahmaputra y se me pasa.
Se me pasa porque este señor alimentaba ratas ribereñas y callejeras en un talud del sagrado río con una profunda dedicación y cariño. No era un templo de las ratas ni nada parecido, este señor no era un brahman, ni el guardián de los roedores, ni un encargado del jardín, o algo semejante.
¿Qué diferencia hay entre alimentar ratas o palomas?
Era un tipo anodino que había hecho una pausa en su trabajo en una calle normal en Guwahati, la capital de Assam, una de las Siete Hermanas del noreste indio. Y las ratas eran puras ratas callejeras sarnosas, cuya mera presencia nos haría palidecer de asco y de miedo en occidente. Se me pasa porque tal vez lo que ocurre es que aquí los márgenes están más distanciados que los nuestros en algunas cosas. O al menos se estrechan y ensanchan en diferentes lugares. Los occidentales ponemos el límite entre dar de comer a las palomas pero no a las ratas.
Quizá esa amplitud, o mejor dicho diferencia de márgenes es la que hace que no moleste el ruido. Que sólo me moleste a mí, que soy el que tiene el margen mal colocado, morcillón y hacia la derecha. Que sea el clásico “India, cariño, no eres tú, soy yo”.
Río Brahmaputra a su paso por Guwahati, Assam.
En este trayecto de treinta horas de duración nadie nos ha dirigido la palabra excepto para preguntarnos ayer el número de nuestras literas o para sonreírnos tímidamente. Rompamos pues otro topicazo sobre si los indios son pesados y entrometidos. No siempre. No en todas partes. Además ahora andan casi todos “empantallados” frente a sus dispositivos electrónicos. Y también nosotros conforme vamos cumpliendo años nos vamos volviendo invisibles, lo que yo, en países como la India, considero una ventaja. A una persona joven no se le tiene miedo de decirle cualquier cosa, preguntar por curiosidad, intentar venderle algo, de camelársela, etc.
A un tipo mayor todas estas proposiciones le llegan filtradas y en menor medida. Tienen miedo de molestarte, o piensan que ya vas de vuelta, y una negativa es tomada mucho más en serio. Los que con veinte me insistían diez veces, ahora se quedan en una o dos.
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Pasan dos hijras pidiendo dinero por todo el vagón. Los hijras son los transgéneros de la India. No son homosexuales, ni eunucos, ni travestis, ni hermafroditas. Son el tercer sexo. Hay millones y su origen como grupo social data de hace miles de años. Fueron respetados y apreciados durante siglos hasta la llegada del Imperio Británico y su puritanismo radical, que los condenó al ostracismo y a la marginación. Desde entonces viven en gran parte dedicados a la mendicidad y a la prostitución. God save the queen.
A los hijras casi todo el mundo les da dinero, unas diez rupias por lo que veo. Les doy veinte y me devuelven diez, me ponen la mano en la cabeza unos segundos, así bendicen. A la de los ojos marrones también le ponen la mano en la cabeza por la misma cuota. Al parecer se les teme por poder quitar la fertilidad, pero de esto me entero después, si lo llego a saber no les doy dinero y que nos dejen estériles. Vamos sobrados, más niños no, por favor.
Luego pasa el vendedor de peines y cepillos de dientes, otro que vende algo parecido a unos limones espolvoreados con masala. Se me ocurrió probarlos y fue una de las experiencias gastronómicas más penosas de todo el viaje, un descenso a los infiernos gustativos con una mezcla espantosa de agrio y picante. Otra vez llevo los márgenes trastocados.
También pasa el vendedor de plantillas y cremalleras, y otro que yo digo que son papas y la de los ojos marrones dice que es artesanía de bambú. Pasa el vendedor de té con limón, el del té con leche, tres o cuatro con agua mineral, y el del vagón-cocina para recoger las comandas de quien quiera comer, y a continuación el de cacahuetes y frutos secos no identificables. No identificables por mí, por supuesto.
Seguidamente el vendedor de estatuillas de dioses, el de incienso, varios vendedores de carteras y barajas, el de las palomitas, el de las cortezas, el de los cacaos picantes, el de los pepinos, que te los pela y te los corta a rodajas antes de meterlos en un cucurucho hecho con papel de periódico, uno con collares de oro, calzoncillos, shorts, otro al que no logro identificar qué carajo vende, el de los dhotis o lunguis –pareos para hombre-, y otro con saris, al que una familia vecina le hacen desplegar decenas para al final no comprarle ninguno.
La presa de Farakka estrangula el Ganges justo antes de entrar a Bangladesh.
Cruzamos el río Ganges a la altura de Farakka, me parece como un mar de fuertes corrientes y casi olas. Coqueteará con la frontera entre India y Bangladesh por parte de Bengala Occidental antes de introducirse definitivamente en el país vecino, donde se unirá al Brahmaputra para desembocar en el superpoblado Golfo de Bengala.
Y yo, intento retener estas imágenes en mi memoria de por vida, porque sé que va sobre ríeles y cada vez se acelera más, como un tren al que le fallaron los frenos cuesta abajo, en un intento fútil de retener el presente, los ríos sagrados, las garzas blancas que vuelan a cámara lenta, los ojos castaños testigos de todo esto, la promesa de una Calcuta ya no tan lejana, los sueños cumplidos, los golfos tropicales de aguas fangosas.
Ojos marrones sobre Bengala Occidental.
Dejar de ser, al menos por una temporada, un espantapájaros clavado en medio de un campo yermo y ajeno, sujetado por hipotecas, reuniones escolares, horarios, teléfonos móviles, procedimientos y objetivos, facturas, paracetamol, drogas varias y televisiones, y sofás.
Consejos de buitres carroñeros agazapados en la oscuridad especialistas en hacerte sentir mal si no sigues sus reglas. Reglas que chuparán tu alma y tu vida.
Tan sólo queda escapar.
Aprovechando las lianas de la vieja y abandonada Biblioteca Nacional de Calcuta.
Porque no tengo tiempo que perder, porque quiero ir a tope, derrapar en cada curva, meterte la lengua hasta la garganta, fumarte de una calada, y tirar el humo riendo a carcajadas mientras recorro el mapa de tus muslos.
Romper cualquier tipo de márgenes, desembocar en caminos ocultos y sagrados donde por un momento conoceré la felicidad, que me abofeteará como a un pardillo.
India también es un buen lugar para ello.