CALCUTA DESDE MI VENTANA
Nelo | February 4, 2018Por la noche el cielo de Calcuta es lila, y la banda sonora de sus calles son los ladridos de los perros.
Las calles de la capital de Bengala Occidental se vacían desde medianoche hasta la primera llamada a la oración, cuando la mezquita cercana brama en mitad de la oscuridad azulada de Park Circus, los indiscutibles reyes de la noche son los perros callejeros. Por el día permanecen somnolientos y casi agazapados como si no quisieran llamar la atención, y, cuando en las calles ya no hay nadie, salen a centenares y entablan verdaderas y terroríficas batallas entre ellos, para mi desesperación, pues no me dejan dormir y me quedo mirándolos mientras me fumo un bidi, el cigarrillo indio barato y aromático envuelto en una hoja seca con un lacito.
Vista de la mezquita desde mi ventana. Hemos alquilado unos días un apartamento barato en un barrio popular, es recomendable dada la mala oferta de hostales y hoteles de Calcuta, y da una falsa pero muy agradable sensación de permanencia y de pertenencia.
Su número y ferocidad nocturna alcanza límites insospechados, anoche pasadas las tres, hacía rato que me habían desvelado y vi como un hombre de los que recogen en un gran saco botellas de plástico usadas que luego venderá, tuvo que defenderse de ellos con vehemencia. No me explico de donde sacan tanto alimento, porque su número es muy elevado y su aspecto para nada escuálido.
Para el occidental, sobre Calcuta cuelgan dos sambenitos que la capan y la condicionan porque la transfiguran en la imaginación del posible candidato a visitarla, el primero es del voluntariado, gracias a dos factores, la madre Teresa y la película “La ciudad de la alegría”.
El segundo sambenito es la definición de Calcuta como la ciudad más europea de la India.
Ninguno de los dos me parecen acertados, y tan sólo son verdades a medias. La madre Teresa da a entender una horrorosa ciudad donde la gente muere en las aceras, y la famosa película del buenorro de Patrick Swayze muestra una ciudad muy pobre y de chabolas.
Los barrios como los que muestran la película existen, como también existen los leprosos que piden y viven en sus calles, pero, y aunque es impactante, eso es sólo una pequeña parte de esta enorme urbe.
Yo no estoy seguro de si esa película ha hecho daño en nuestro imaginario de la ciudad, pero durante años ha actuado de filtro para quienes deseaban viajar hasta aquí, reduciéndolos casi en exclusiva, a los que quieren hacer voluntariado.
Para mí una pena, porque Calcuta tiene mil caras, decenas de barrios y millones de matices. Sin ellos, con una sola visión parcial de la ciudad, todos perdemos.
El segundo sambenito es que casi todo el mundo dice de ella que es la ciudad más occidentalizada de India, por lo que muchos viajeros, en busca de esencia y exotismo eligen saltársela, lo que es un error y una pérdida lamentable. Probablemente quien sentencia así la ciudad no ha salido de su centro.
Ni tampoco habrán miccionado en sus urinarios públicos.
Es cierto que Park Street Ave. y el coto turístico de Sudder St. pueden dar esa impresión, pero basta perderse por cualquier otra parte para darse cuenta en muchas ocasiones que Calcuta es la India elevada a la enésima potencia.
Caminar por barrios elegidos al azar siguiendo su red de metro o buscados a conciencia como los barrios-mercado de Chadni Chow, los ghats y todas las calles que los circundan en torno al río Hooghly, las estaciones de tren, o incluso los grandes y viejos edificios que se hallan entre Fairly Ghat y el centro, no engañan a nadie.
Hasta los construidos a la europea y/o por europeos tienen una pátina inconfundiblemente india.
El subcontinente los ha rebozado, los ha tomado y los ha hecho suyos, tanto que un viajero no acostumbrado a su loco y acelerado ritmo, necesitará saber dónde están y encontrar, ciertos oasis de paz -que tampoco corresponden con la idea preconcebida que se suele tener sobre la ciudad- donde poder descansar los cinco sentidos antes de sumergirse de nuevo en el más absoluto y disparatado frenesí.
Un gigantesco hipódromo vacío es perfecto para descansar.
Calcuta tiene algo que arrolla hasta a los más experimentados viajeros. Calcuta es un tsunami maravilloso porque consigue asombrar incluso al mentecato que piensa que ya lo vio todo y que hace falta algo muy especial para asombrarse. Calcuta tiene ese algo, capaz de echarte un pulso de campeonato.
Una megaciudad en ningún caso homogénea, basta cruzar una calle para que todo cambie y el nuevo barrio no se parezca en nada al anterior, y tan pronto te encuentras en una gran avenida con franquicias de marcas comerciales como en un barrio musulmán que en poco debe diferir de los descritos por el maestro Mahfuz en sus obras de arte con forma de libros.
“Su amor no significa esclavitud, ni sometimiento, es un combate cuyo ardor quema, echando chispas.”
El callejón de los milagros. Naguib Mahfuz
Esta fotografía está tomada en pleno centro. Esto también es Calcuta.
Calcuta concentra la India más moderna y más antigua, árboles gigantes con lianas trepadoras dan sombra a esquinas de edificios clásicos coloniales carcomidos por el moho y el paso de los monzones. Una amalgama de ellos da a Calcuta el encanto de lo grandioso pero olvidado, la magnificencia y el señorío de esas urbes que todavía mantiene sus cafes de los años 50 igual que en los años 50, sin haberlo buscado a propósito sino a través de la mera supervivencia.
Café-restaurante del Hotel Broadway ¿Cuántos libros se podrían escribir chupando de lo ocurrido en su salón a través del tiempo? ¿cuántos millones de historias entrelazadas?
Fachadas desconchadas que sirven de fondo a ciclorickshaw con tapizados fosforitos, ardillas urbanas alimentadas por los habitantes de esas fincas que cada día ponen en ellas algo de alimento para el roedor afortunado.
Las calles tomadas por pelotones de taxis amarillos y autobuses azules abarrotados que gritan su destino sin dejar de hacer sonar su bocina multimelodía. Miles de claxon sonando a la vez, si en la India se toca el pito, aquí se hace el doble, mientras los peatones sobrevivimos como podemos a una conducción aún más despiadada que en el resto del país, qué ya es decir…
Un minuto cualquiera en las calles de Calcuta.
Es posible naufragar en el mercado más indescriptible y abigarrado de lo que la mente jamás se atrevió a soñar.
Sin filtros, tomada a pelo.
Donde un gigantesco atasco de rickshaws tirados a mano esperan mientras los de detrás de ti quieren adelantarte y los peligros te vienen por cualquier lado, sobretodo por parte de los porteadores que quieren adelantarte y que gritan para ello, pero tienes que pararte porque tu camino lo cortan tres tipos enjabonados que están bañándose en los baños que muchas aceras tienen, al lado de unos corderos, vestidos porque hace frío, atados a la pata de madera de la mesa en la que alguien hace té al lado de su compañero que duerme, pero que se tienen que apartar porque la mesa está puesta en la boca de un garaje.
Es cuando las cosas pierden su perspectiva, y ya no existe el antes y el después, sino el todo mezclado.
Y un carro tirado por ocho hombres espolvorea el asfalto de curry, dejándolo todo amarillo, y un amigo de un tipo que tiñe botones de azul se limpia los mocos porque quiere hacerse una foto contigo mientras un perro ladra a un loro verde que está en una jaula al lado de un taller donde hacen figuras de Shiva el destructor y por cuyas cabezas repetidas pasea una ardilla, y así vuelta a empezar.
Y eso que no hablo ni del olfato, ni del oído, ni del gusto, ni del tacto.
Siempre quise venir a Calcuta, desde hace ya demasiados años. Quería que la ciudad me tomara de la pechera y con la mano que le quedara libre me abofeteara como sólo ella sabría hacerlo.
Creo que todos los viajeros tenemos algo de masoquistas.
“Sonrió y me habló de nada y me pareció que para esto había estado esperando mucho tiempo.”
Rabindranath Tagore
Me gustaría publicar algunos artículos más sobre Calcuta, pero no me parece un lugar fácil a la hora de escribir, así que por hoy ya está bien.
Nada más. Otro sueño cumplido. Otra realidad mejor aún que un sueño. Otro pasito hacia el “me puedo morir tranquilo”. Otro lugar al que tener que regresar, con el temor a no ser tan feliz.
Parecen pobres pero son realmente felices. Gracias por el artículo.