VIAJE AL KIRGUISTÁN. METIENDO MANO A BISHKEK
Nelo | September 9, 2016Bishkek, al igual que otras ciudades de Asia Central, huele a pinchos de carne torrada sobre las brasas. Me gusta imaginar todo el centro del vasto continente entre volutas de humo de puestos ambulantes mientras caminamos por sus calles bacheadas, sombreadas en parte por frondosos árboles bajo los cuales pasean más viandantes risueños, entre casas destartaladas con paredes sin lucir llenas de carteles en cirílico y cableado aéreo exterior, de ése que forma marañas en las esquinas, pesadilla de electricistas, digo yo.
-¿Cuales son tus primeras impresiones sobre Kirguistán? -Le pregunto a la de los ojos marrones mientras caminamos por Bishkek, su capital, sumergida en un caluroso mediodía de agosto.
No me contesta, la miro interrogante, al final se hace el ánimo:
-No lo sé, la verdad es que no me entero de los lugares por donde viajo hasta unos cuatro meses después de visitarlos.
Sé a lo que se refiere, es de digestión larga, mejor le pregunto en Navidad.
El ambiente urbano no es lúgubre, no es del todo gris, Bishkek es una ciudad alegre, incluso colorida. Colorida a lo ruso, pero colorida.
La impersonalidad de los edificios, unido a lo indescifrable de los caracteres cirílicos, y a la poca cultura de aprovechar el escaparate en esta casi recién estrenada economía de mercado de apenas un cuarto de siglo de antigüedad, hace que sea realmente difícil saber frente a qué tipo de comercio, fábrica o lugar, se encuentra uno. Lo que se tiene enfrente bien puede ser un hospital, una fábrica de muebles o el Ministerio de Cultura, imposible de adivinar.
Un hotel donde dormimos una noche, pero ¿cómo saberlo?
Algunos borrachos en cuclillas de aspecto cansado dejan morir el día en calles y parques siempre poco iluminados por la noche. Al parecer la mayoría de ellos son inofensivos, y Bishkek puede considerarse una ciudad segura, tanto de día como de noche.
Su falta de iluminación nocturna es una seña de su identidad, y personalmente a mí me gusta. Deja lugar a la imaginación, todo adquiere un aire misterioso, mágico, y no derrocha absurdamente energía por puro miedo, como en tantas otras partes del planeta. El único peligro es torcerse un tobillo en alguno de sus socavones.
Mujeres rusas de labios carnosos y generosos senos proporcionales a su tremenda altura junto a finas adolescentes de rasgos chinos, boquita pintada y cejas depiladas, todas con vestidos, a vista de occidental, como de los años 60 o 70, inconsciente vintage, estampados de flores, gasas y vuelos, combinaciones imposibles, cortes de chica rockabilly de los 50, pin up involuntarias, suben y bajan de trolebuses ruidosos que levantan polvaredas tras su partida.
En pleno agosto, el calor de la capital del Kirguistán no se alivia ni con la puesta de sol.
Bloques de casas grises, sin cortinas, con ropa tendida en su interior pegada a las ventanas, ciudad sin apenas grafittis en sus calles cuadriculadas, muy bacheadas y algo desconchadas. La capital de Kirguistán era apenas un fuerte perdido en los confines de la Rusia zarista a finales del siglo XIX, la ciudad presenta hoy en día un aspecto tan europeo debido a esta modernidad, nada de ciudadelas inexpugnables, ni barrios de calles retorcidas por donde sólo cabían caballos.
La mayoría de los habitantes de Bishkek, y por ende de todo el Kirgyzystan, no parece un pueblo infeliz, ni mucho menos, pero las hojas de los árboles meciéndose en el aire caliente, los perros callejeros, las furgonetas Mercedes dando saltos arriba y abajo por el asfalto, las casas comunistas, la mezcla de todo ello da una sensación como de melancolía, aunque ésta no se ve reflejada para nada en los rostros de la gente, casi siempre alegres y sonrientes, tal vez porque es verano.
Humedad, parques de hierbas altas, estatuas de dudoso gusto, esculturas algo oxidadas.
Es curioso que a veces los tópicos acerca de los lugares realmente se cumplan, al menos los estéticos. Los que ya tenemos una cierta edad nos imaginábamos de pequeños el otro lado del telón de acero, ese medio planeta que ponía URSS, con un aspecto similar a de esta foto.
La forma y color de los edificios, el cartel rojo, la estatua sobria y militar, el aroma que se respira e incluso las hierbas descuidadas, cumplen el cliché de lo que esperamos de la antigua Unión Sovietica.
Es un alivio en los tiempos de la exaltación de la homogeneización cultural y estética, que desorienta al iluso viajero, valga la redundancia.
Entre los puentes de Calatrava, el Hard Rock Cafe, las habitaciones comunitarias de mochileros, y los cantantes de medio mundo moviéndose igual que los negros raperos de las afueras de Detroit, uno al final no sabe si es que entró en bucle, o se le olvidó tomar el ultimo transporte y permanece en el mismo lugar de manera indefinida, como Bill Murray y la jodida marmota.
Así que al final vamos a echar de menos los tópicos, los clichés. Hasta tal situación hemos avanzado, qué horror
Las marshrutkas –los minibuses- en Kirguistán son la mejor manera de entrar en contacto con la gente local. Lo digo literalmente. Tocas y te tocan, te apretujan y apretujas, a veces te hacen un sándwich entre varios, y nunca vi ninguna negarse un pasajero más por muy cargada que fuera.
Conductores de Karakol a pie de sus marshrutkas.
En Bishkek, de casi un millón de habitantes, van tan cargadas que se convierten en un paraíso sobre ruedas para el obseso sexual o un infierno de hojalata para cualquiera con el más mínimo atisbo de claustrofobia, el problema surge en la falta de visión de por dónde se circula si te toca estar en el pasillo de pie embutido entre otras 25 personas.
No se ve nada del exterior, por lo que no puede saberse por dónde se va o dónde bajarse. Solo ves techo, nucas, flequillos, dientes de oro, cosas así.
Tal vez los locales conocen el número de frenazos y acelerones que quedan hasta su destino. Es fácil si haces el mismo recorrido cada día que puedas saber que tras 30 acelerones y 28 frenazos has llegado, tal vez cuenten el número de baches. Imposible caerse víctima de estas brusquedades, el concepto sardinas en lata consigue que no quede espacio libre donde hacerlo, apretado entre pronunciados y prometedores escotes rusos y delicados culitos de porcelana china apenas escondidos bajo vaporosos vestidos demodé, o también, porque no todo el monte es orégano, incrustado entre sobacos kirguises o envuelto en un etílica atmósfera formada por los efluvios de alcoholes de diferente graduación.
La primera marshrutka de nuestro viaje la tomamos para ir a la estación de trenes de Bishkek. 10 som es su precio siempre y cuando sean rutas normales dentro de la ciudad. Queremos hacer mañana el único trayecto de tren que circula en Kirguistán.
De Bishkek a Balykchy siguiendo el curso ascendente del Rio Chui hasta llegar a orillas del lago Issyk Kul.
Su precio de 60 som es prácticamente simbólico, unos 85 céntimos de euro por un trayecto que dura 5 horas recorriendo 183 espectaculares kilómetros con el fondo continuo de las nieves de las Montañas Celestiales o Tian Shan.
La estación de trenes de Bishkek fue construida por los presos alemanes cuando la ciudad era llamada Frunzen bajo mandato soviético. Permanece original pues no ha sufrido ninguna remodelación.
No es excesivamente grande pero tiene algo, ese regusto antiguo que la hace encantadora.
La única línea nacional que funciona es la mencionada en este artículo y daré mucha más info en otro aún no escrito.
Rutas internacionales hay varias aunque por desgracia no las conozco de primera mano; al parecer en tres días puedes plantarte en Moscú en tren, vía Kazajstán, así como enlazar con los trenes que salen hacia Siberia, entrando de lleno en el entramado de rutas del mítico y ramificado Transiberiano.
Intentamos comprar los billetes para mañana pero la señora de la taquilla nos explica que no se venden por anticipado, y que volvamos al día siguiente a las 6 am para salir a las 6.40. Y todo esto en ruso, sin saber decir nosotros ni hola. Existe una especie de leyenda negra entre los viajeros sobre las señoras expendedoras de billetes de Rusia y países vecinos respecto a su simpatía. Esta fue más que correcta y demostró, una vez más, que el desconocimiento total de un lenguaje común no impide la comunicación si así se desea por ambas partes. Y que las leyendas negras, suelen ser sólo eso, leyendas.
Desayunamos crepes con té y avispas en la Erkindik Av, a pie de la estación.
Paseamos por el centro de Bishkek, es abierto y monumental. En la plaza Ala Too Square, donde todos los turistas nos hacemos fotos, ondea la bandera kirguisa bajo las nubes grises que amenazan tormentas de verano.
Se anuncian los próximos World Nomad Games en grandes pancartas. Son como unas olimpiadas asiáticas de juegos nómadas.
Nos topamos con la Casa Presidencial, llamada la Casa Blanca, aunque el presidente en realidad no vive aquí, alberga el parlamento nacional. Muchos ciudadanos kirguises consideran este edificio como el símbolo por excelencia de gobierno y su propia historia está profundamente entrelazada con la de la naciente República de Kirguistán.
Construido en 1976, el edificio fue diseñado por Alexander Zusik y su estética evoca según sus palabras “el poder de la ideología totalitaria y las tradiciones arquitectónicas de la región islámica”.
Simplificando: Un colosal mamotreto de primer orden.
Esto último no lo dice él, lo digo yo, y si entendiera de arquitectura me pondría serio, seductor, e interesante, y diría algo así como:
-Cariño, dicen que este edificio demuestra audazmente toda la parafernalia del Modernismo Soviético, la simetría axial ordenada, la repetición de formas geométricas, ventanas profundamente hundidas, y un uso liberal de hormigón y mármol.-Después de semejante explicación, me imagino a mi acompañante mordiéndose el labio y deseando volver al hotel cuanto antes, y ya para volverla loca remato -Los niveles superiores se proyectan ligeramente hacia fuera, lo que contribuye a la imponente silueta del edificio.
Pero vuelvo a la realidad, y lo confieso, no entiendo demasiado de arquitectura, los monumentos que me gustan de verdad son los culos de las kirguises. Los hay por todas partes, por lo que suelto:
-Cariño, me encantan los culos de las kirguises…
Tal afirmación podría traerme desastrosas consecuencias, pero recordemos que llevo al lado a la de los ojos marrones. Sonriendo me dice:
-Y a mi me encantan los tíos que vais siempre muy salidos.
Y yo, no sé que decirle a eso.
Sólo me quedo callado mirando la monumental residencia parlamentaria.
Al parecer, el edificio se asienta sobre una compleja red de túneles, diseñado para acelerar la evacuación en caso de una emergencia. Podemos discutir la veracidad de este rumor, pero no es en exceso razonable: dos veces en los últimos diez años el edificio ha sido escenario de violentas protestas -ambas de los cuales resultaron en cambios de régimen. En la primavera de 2005, una turba irrumpió y saqueó el edificio, exigiendo la renuncia del presidente Askar Akayev, a quien acusaron de nepotismo y corrupción. Akayev y su familia huyeron a Rusia en helicóptero (y no por el túnel subterráneo), donde permanecen en la actualidad. El régimen posterior, dirigido por Kurmanbek Bakiev, resultó aún más corrupto y autoritario que el primero, y en la primavera de 2010, los líderes de oposición organizaron otra gran protesta frente a la Casa Blanca, pidiendo la renuncia del presidente Bakiev, que desafiante se negó, y la manifestación degeneró rápidamente en violencia.
A medida que la turba se enfrentaba con las fuerzas de seguridad, los francotiradores del gobierno en lo alto del edificio comenzaron a disparar munición real contra la multitud. Los manifestantes finalmente invadieron el edificio y le prendieron fuego. Las tropas del gobierno mataron a más de 80 manifestantes durante el enfrentamiento.
Hoy en día, sus nombres se inmortalizaron en las placas montadas en la valla.
La Casa Blanca de Bishkek permanece cerrada al público, cansada de revoluciones. Cuestiones de seguridad, dicen.
Kirguistan se enorgullece en ser la primera república en independizarse en 1991 tras la desintegración de la Unión Soviética.
Acabamos nuestro recorrido por la Chui Av. en el Osh Bazaar, buscando camisetas de manga corta porque la de los ojos marrones decidió, en un ataque de inspiración divina, que en Kirguistán haría frío en pleno agosto, y se ha traído ropa como atravesar Groenlandia de costa a costa.
-¿En qué te basaste para pensar que haría frío?
– No sé…pensaba que sería rollo Rumanía.
-Pues no lo es.
-Eso parece.
Así que antes de que le dé una lipotimia recorremos unos cuantos kilómetros de bazar. No me sabe mal abandonarla una hora después del comienzo de nuestra búsqueda, tengo tiempo límite para hacer compras, si lo excedo, se me ponen los ojos en blanco, suelto espuma por la boca y sólo pueden acabar conmigo las balas de plata.
No me gusta ir de compras, ¿vale?
Deseando bienes y aguantando males pasan la vida los mortales.
El Osh Bazaar en Bishkek no es una única superficie, ni un solo mercado bajo un solo edificio como pudiera serlo el Gran Bazar de Estambul. Tampoco se trata de una medina, o de un casco viejo ocupado por un mercado. Esto, aunque más cuadriculado, es mucho más anárquico, y ocupa todo un barrio con grandes y extrañas construcciones por sus calles aledañas, donde se vende absolutamente de todo, clasificado por gremios. Casas de cambio, jugadores de ruleta, peluqueros, restaurantes, comercios, chiringuitos, mendigos, comida, ropa, alimentación, electrodomésticos, joyas, muebles.
Comemos en un local escondido entre los sótanos del principal de los edificios del bazar. Es muy difícil de encontrar excepto si sigues cuando ya van de vacío a alguna de las encargadas de repartir la comida entre los mercaderes. Así que nosotros en cuanto vemos a alguna con una bandeja vacía nos vamos detrás de ella. Todas las chicas de la cocina parece que se llevan bien entre ellas, hay un ambiente agradable, y se monta un pequeño jolgorio al ver que hasta allí llegaron dos extranjeros. Es comida popular, por un euro y medio cada uno comemos y bebemos.
La primera impresión de Bishkek es que la gente es alegre y despreocupada y sonríen no sólo de cara al extranjero, ya que entre ellos siempre lo están haciendo, son amantes de las bromas, los chismes y las risas.
Seguimos con nuestra búsqueda de camisetas y en una de las paradas nos damos cuenta que hemos sufrido un intento de robo. La de los ojos marrones nota algo y al mirar atrás ve las tres cremalleras de su mochila abiertas. Adentro no falta nada. Seguimos paseando.
A la cuarta hora de bazar me niego a dar un paso más y soy abandonado en unas escaleras al lado de una anciana que pide limosna con una caja de zapatos a sus pies. Cuando se llena de monedas, se levanta y se las da a un chico joven, dueño de una zapatería, volviendo a colocarse en su sitio. Lleva un pañuelo de flores anudado a su cabeza y la cara picada de granos, años y viruela. Igual es mucho más joven pero parece que tenga 100 años.
Es arriesgado imaginar su historia pero quizá sea la típica de la inadaptación del nómada a la gran ciudad, su acceso a la modernidad sedentaria siempre complicado, por la puerta de atrás.
Tal vez bastó una muerte prematura del marido, tal vez algún otro tipo de desgracia familiar, unido a una total desprotección gubernamental, para tener un día que sentar su viejo y cansado cuerpo, y pedir limosna en las calles. Tal vez tuvo una juventud de ensueño, entre altas montañas y prados verdes, quizá una belleza arrolladora capaz de hacer suspirar a los más rudos pastores cuyo cabalgar se hacía más ligero sólo con pensar en el brillo de sus ojos.
Fuera como fuese todo eso pertenece al pasado. Su realidad hoy es una caja vacía de zapatos y unas cuantas monedas. La expresión de su rostro no revela ningún sentimiento, inexpugnable, indescifrable fortaleza curtida bajo ochenta crudos inviernos. Puede que ya aprendió la inutilidad de quejarse, puede que una complicada existencia pasada y una avanzada edad le hagan agradecer el milagro de seguir viva un día más.
Pese a que esta parte de Bishkek mantiene una actividad frenética en torno a mí, me cuesta mucho mantenerme despierto sobre la misma escalera que la anciana mientras pienso en todo esto. Una eternidad más tarde la de los ojos marrones regresa con dos camisetas y unas gafas de sol rojas, de niño, le sientan bien.
Un buen “niet” le convence al taxista que no voy a pagar más de lo que le ofrezco por llevarnos al hotel.
Paso todo el día preocupado por el precio que me dijo el chico del hotel porque no me salen las cuentas, más que preocupado se puede decir condicionado porque no haya sido honesto. Al final resultó todo lo contrario, no sólo todo se aclaró, sino que una semana después tuve ocasión de comprobar su honradez. Nos llevó en su coche hasta Ala Archa, montaña y parque nacional cercano a Bishkek donde íbamos a pasar el día. Me dejé mi bolsa con todo, absolutamente todo el dinero del viaje dentro, pasaporte y móvil incluido, en el suelo del asiento del copiloto de su coche. Pasé horas angustiosas, cuando volvió a por nosotros, no sólo dijo que estaba allí, sino que no faltaba ni un céntimo. Por eso y por razones de comodidad, precio, comida y situación recomiendo encarecidamente este hotel, y eso que yo no soy mucho de recomendar hoteles.
Es el Hotel Lavitor. Bueno, bonito y barato.
Cenamos a la luz de las velas refugiados de una fuerte tormenta bajo el techado de la terraza del pequeño hotel, viejos camiones soviéticos chapotean pesadamente por las calles inundadas levantando estelas de agua sucia. El viento arranca hojas de los árboles. La alta temperatura del Kirguistán en verano nos da un respiro fugaz. Cenamos pinchitos regados con enormes cervezas kirguisas.
En mitad de la noche la de los ojos marrones me despierta gritando. Tiene pesadillas.
“Viajar es tener pesadillas en camas ajenas” dice el famoso narrador de viajes Paul Theroux.
Sé como hacer que se calme.
Poco a poco su respiración se acompasa a la vez que fuera deja de llover. Las últimas gotas son el preludio de un silencio que sólo se romperá cuando lo desgarren las letanías de las mezquitas de Bishkek. Inspiro el bendito olor de su nuca. Tendría que ser un poeta para atreverme a describir el tacto de su piel.
Son buenos tiempos, no hace falta que pertenezcan al pasado para darme cuenta de ello.
Buen recorrido a través de est maravilloso viaje.