UN CAPULLO EN EL TRANSIBERIANO
Nelo | August 21, 2017Sí, el capullo soy yo, pero eso es algo que, aparte de mis vecinos y cuñados, solo saben las personas que me conocen muy bien, o en su defecto, son acérrimos lectores míos. Soy tan capullo, que no me importa serlo, siendo esa una de las mejores y más satisfactorias cualidades de la capullez, además como ando sumergido en un océano de gilipollas, apenas se me ve. Pero esta vez había hecho bien las cosas.
Esta vez llegué hasta esa frontera aeroportuaria moscovita con los deberes hechos. Había pasado bastantes días preparando el transiberiano, viaje soñado por todos desde pequeños, la madre de todos los viajes en tren, cruzar arañando los rieles un abismo, un continente entero, penetrar con un suave traqueteo los profundos bosques de Siberia, conocer las ciudades que se han atrevido a plantar allí, algunas de millones de habitantes y de nombres totalmente desconocidos a los oídos forasteros.
Siberia es una auténtica zona en blanco en nuestras occidentales cabezas incluso entre los que presumimos de saber geografía.
Siberia, 7000 kilómetros de bosques sin interrupción, nosotros elegimos la variante BAM del transiberiano. Desde Ekaterimburgo hasta Vladivostok pasando por el norte del lago Baikal.
Pero yo había pasado noches estudiándola, leído los pocos libros que sobre ella llegaban a mis manos, y la había manoseado online, magro consuelo del quiero y no puedo viajero.
Además llevaba vuelos, visados, hoteles y billetes de tren perfectamente reservados y sincronizados, los había repartido hasta en diferentes carpetas de plástico según el grupo. Nada podía salir mal. Era la primera vez que lo llevaba todo tan “cerrado” y usaba las putas carpetitas.
No es algo de lo que me sienta especialmente orgulloso, yo que siempre había chuleado de improvisación, y enarbolado la bandera del derrapaje sin control, pero querer hacer el transiberiano en compañía de mi padre de 81 años y de mi hija de 11 en un periodo de 16 días de agosto, me había llevado a las puertas de la hasta ahora repudiada planificación.
Billetes del transiberiano comprados online anticipadamente.
Nada podía salir mal, decía al llegar hasta ese funcionario de gorra tan rusa que parecía que en vez de estamparte un sello más en el pasaporte, iba a sacar unos vasitos de vodka, unos pepinillos y algo de arenque crudo, empeñado, como es de ley, en vaciar esa botella de contenido infernal.
Pero cuando mi padre fue hasta la ventanilla nada de eso ocurrió. El poli llamó a otro poli y se llevaron detenido a mi padre. Eso fue lo que pasó.
Y yo hubiera preferido que me metieran los pepinillos por el trasero. Él, que nunca ha roto un plato, merecedor de la próxima beatificación vaticana, que ni siquiera bebió o fumó a lo largo de su vida.
Y la nena y yo diez metros más allá, pero ya en Rusia. Nosotros dentro, y él fuera. Diez metros insalvables. Un invisible telón de acero nos separaba.
A veces pasan cosas muy raras y uno se da cuenta en el momento más inoportuno. Mi padre aparecía en su pasaporte como mujer y por lo tanto en el visado de Rusia también. Eso fue algo que no gustó al funcionario, algo no cuadraba entre lo que leía y el rostro viril de un hombre mayor y con barba. Resultado: visado inválido.
No supe nada hasta que un joven policía que hablaba inglés salió a explicarnos mientras mi padre era sentado junto a otros rechazados, rostros casi todos morenos, que ya sabemos cómo funciona este mundo, y custodiado por un gigante en posición de descanso de pie a dos metros de él y a unos 50 de nosotros.
-La cagamos cariño -Le dije a la niña cuando preguntó que pasaba. Siento no haber sido más didáctico pero ni se inmutó, está acostumbrada a mi habitual dramatismo. ¿Qué hacer?
Llamar al consulado claro. No hizo falta ser demasiado inteligente ni fue muy difícil llegar a esa conclusión, no había otras. Ausencia total de alternativas. En una frontera africana puede haberlas, pero no aquí, en uno de los aeropuertos internacionales de Moscú.
Como no tengo internet llamé a la de los ojos marrones. Le pedí el número de teléfono del consulado español de Moscú, y la usé una vez más, esta vez como paño de lágrimas, ya sabéis, lo típico “te echo de menos”, “esto es una mierda y aún no hemos empezado”, “esta vez se cagó desde el principio”, o el típico “la próxima vez me voy a Murcia”
El tiempo pasó, hice llamadas, las recibí, me senté en una escalera más allá de los controles, rumiando la situación me hice pequeñito, el viaje acababa de recibir un torpedo debajo de su línea de flotación, el mundo entero me parecía un redondo montón de mierda hecho de fronteras y visados pestilentes…
Mientras tanto en una lejana y soleada isla mediterránea con olor a pino, el ambiente es mucho más distendido y la de los ojos marrones se pasea en bikini al lado de una piscina de azul profundo.
Un bikini de los pequeños, de los que rompen el cuello y cortan la respiración. Cada gota que sale de él y resbala por sus muslos encierra toda la sensualidad del mundo animal, salvaje, intuitivo y primitivo.
Dan ganas de aullar.
Va y viene con el ordenador abierto, come shushi y está pendiente de nuestro drama fronterizo. Mientras tanto escribe un artículo relacionado con algo de que Rusia no tiene tetas pero ha conseguido robarle al novio, o algo así.
Me manda una foto para consolarme.
Sé que le encanta que lo pase mal cuando no está. Ella misma me lo dice.
Y después me manda otra diciendo que se acuerda de mí.
De momento la salchicha me la metió Rusia a mí.
Todo se soluciona en una horas, el consulado español las hará extras por nosotros y el cónsul de Rusia del aeropuerto le hará un nuevo visado a mi santo padre. Nosotros deberemos ir al consulado a que nos hagan una rectificación no muy legal pero momentánea a su pasaporte.
Al final lo consiguió, el héroe del viaje, este mes cumple 82 años, este mes consiguió hacer el transiberiano.
Cuando conseguimos llegar al hotel están tan cansados que sólo quieren acostarse, ni Moscú, ni la Plaza Roja, ni nada. Me ducho y acabo durmiéndome.
Sueño con un paraíso lleno de consulados dirigidos por mujeres en bikinis húmedos.
Al día siguiente tendría que haber pasado todo el desasosiego de largo y el mal sabor de boca sólo tendría que haber sido un difuso recuerdo. Tendría que haber sido el día del despertar de nuestro viaje.
El despegue de la aventura.
El comienzo del éxtasis.
Pero el hotel se queda con mi tarjeta de inmigración por error, y yo creo haberla perdido. Me doy cuenta de ello muy lejos, camino de Ekaterimburgo.
-¡Oh, mierda!
Sí, ya lo decía al principio, siempre fui un capullo.