KIRGUISTAN. DE BISHKEK A OSH. CASI ME MATO BABY
Nelo | January 5, 2017En Kirguistán la carretera que une Bishkek con Osh atraviesa una de las zonas de montañas más impresionantes del planeta, las Montañas Celestiales o Tian Shan.
La mítica M-41, la carretera que a partir de Osh se le llama la carretera del Pamir, única vía para atravesar estas montañosas regiones durante miles de años, y que desde Kirguistán, cruza Tayikistán, Uzbekistán, y Afganistán.
De Osh a Bishkek son 619 enroscados y vertiginosos kilómetros que nosotros tardamos más de 14 horas en recorrer en taxi compartido.
Sirvan los números para dar cuenta de la verdadera idiosincrasia de estas regiones, las 14 horas de coche se transforman en 35 minutos de avión, pudimos comprobarlo en nuestra vuelta.
Si alguien tiene dudas, frente a los bajos precios del avión, en realizar este viaje de Bishkek hasta Osh por carretera que podría calificarse de ciertamente incómodo, desde aquí, le animo fervientemente a hacerlo. Pasará por unos de los más impresionantes paisajes que haya podido ver en su vida. Si alguien no quiere ser masoca por partida doble, recomiendo hacer la vuelta en avión.
Yo no me perdería paisajes de este tipo por miedo, pero hay que tener en cuenta que en este tipo de carreteras se suele mirar de vez en cuando la muerte directamente a los ojos, sobretodo si se adelanta a un camión en plena curva cerrada, sin visibilidad, afición en exceso común entre tantos y tantos conductores a lo largo y ancho de este pedrucho que da vueltas en torno a una enorme bola de fuego suspendida en medio de ninguna parte.
Cuando estos frenéticos conductores se echan a adelantar en una curva cerrada, la mayoría de las veces no viene nadie y la cosa pasa por un buen susto, ya sabéis, corte de respiración, apretamiento de culo y soplido final, acompañado de un recordatorio de la madre del que conduce en el idioma correspondiente de cada viajero.
Pero puede llegar una vez en la que la suerte se acaba, o casi. Y a nosotros nos llegó, o casi. Al taxista no le importó ni que su mujer ni que sus dos hijos fueran también adentro de esa lata japonesa de segunda mano con ruedas. Tampoco su cuñada, ni el bebé pequeño que llevaba en brazos, ni la pareja de venerables ancianos con su nieto del asiento trasero, ni los dos europeos raros del final. Ese señor decidió adelantar al camión en plena curva.
Apareció otro coche, de repente claro, no había sitio para todos y estaba más que claro quienes éramos los que sobraban.
No pasó toda mi vida por delante de mis ojos, pero me dio tiempo a imaginarme a alguien diciendo a mi padre eso de murió haciendo lo que más le gustaba. Magro consuelo ¿verdad? Como una mesa de dos patas, le falta algo, no se sostiene. También recuerdo la presión de la mano de los ojos marrones en mi muslo. Y el grito ahogado, casi gutural, reprimido ante el espanto, del resto de los presentes.
El día había comenzado bien en Bishkek. Conforme llegamos al bazar a las 8 de la mañana conseguimos dos plazas en un taxi con destino Osh por un buen precio, 1000 som cada uno. No me toca sentarme junto a la de los ojos marrones pero lo pido y Boriat pasa a un asiento delantero y aprovecha para presentarse.
Dejamos atrás la capital del Kirguistán por avenidas arboladas de eternos baches.
En los primeros kilómetros no hay una clara transición entre el ciudad y el campo, al menos en la línea que sigue la carretera, la cual sigue extendiéndose pegada al asfalto, como un canto a la vida moderna en un país nómada por excelencia.
Tráfico intenso y vídeos musicales en el taxi. Boriat es gritón y simpático, no habla una palabra de inglés pero nos entendemos. Negocios coloridos y polvorientos, casas con techo de chapa y buhardillas de madera. Ovejas, furgonetas Mercedes, viejos Lada y nuevos Lexus, camiones soviéticos, vacas y gasolineras. Carteles publicitarios, campos verdes y socavones a esquivar, talleres mecánicos y de lavado, hombres siempre con la cabeza tapada por sombreros o gorras, mujeres con vestidos frescos y coloridos, pasados de moda, y contenedores, siempre contenedores. Kirguistán es el país de los contenedores, mientras en Occidente modernos arquitectos experimentan con ellos como vivienda, aquí esto ya lo descubrieron hace años.
Después en una rotonda se toma dirección sur y aquí es donde empieza la M-41, se acaba lo urbanizado y atravesando campos verdes llegamos a las montañas después de ser cazados por un radar móvil que el conductor soluciona con el típico billete dado en mano a los agentes de la autoridad.
Y de repente las montañas te tragan y un impresionante desfiladero y ríos bravos y un puerto de impresión con su correspondiente túnel, el Too Ashuu, que significa Paso de Camellos, de unos 3500 m. de altura.
Y la de los ojos marrones acalorada y cabreada porque los kirguises, cualquiera que sea su condición social o trabajo, nunca bajan la ventanilla de los coches ni en el caluroso mes de agosto, así como jamás ponen el aire acondicionado, y ella ha entrado en una pugna con una madre de dorada sonrisa kirguisa, pero implacable, y la de los ojos marrones ha perdido, y se está asando como un pollo frito.
Unos días más tarde, en un recorrido por Kazajastán, admirará a una mochilera holandesa que sabrá salir victoriosa en una batalla idéntica a la suya, aquella mujer de aspecto inofensivo consiguió mantener la ventana abierta. Podéis leer sus pocas desventuras convertidas en pura aventura aquí.
Y tras coronar el puerto se rompe el coche y unos camioneros a los que habíamos ayudado paran y nos ayudan.
Esta foto enseña bien el Kirguistán. Las colinas perfectas del fondo se intuyen, bajo un cielo impecable, enseñando sin pudor la belleza natural del país. Es una belleza directa, innegable y fácil de reconocer, basta plantarse delante de ella y extasiarse. Pero para mí, lo más interesante es el vagón. El vagón es la adquisición de un nómada que aún sucumbiendo a la modernidad no deja de comprarse algo que se pueda mover. Una casita con ruedas. Está en bastantes malas condiciones pero está ahí. Sobrevive. Emana supervivencia. Estéticamente me parece fascinante y atractivo, tiene la patina de lo usado, de lo real, me cuenta una historia, mil historias incluso. No me importaría pasar ahí un invierno, con leña, y contigo. El coche es la modernidad, averiada, avanza a trancas y barrancas, blanca, anodina.
Cambiamos los discos de freno con una llave inglesa y poco más, mientras chupamos bolitas de leche agria, que venden unos nómadas que viven con unos remolques al lado de la carretera.
Más tarde viene un paisaje de ensueño en el que tendríamos que habernos quedado. Hierba verde, ríos espumosos, yurtas, caballos, nubes blancas y picos nevados.
Fue de esos momentos en los que tenía que haber parado el taxi y bajarnos allí mismo.
Pero no lo hice, estaba distraído, es lo malo de viajar en pareja, a veces es fantástico y los unicornios rosas sobrevuelan el arcoiris pero otras veces no estás concentrado en el viaje pendiente de la otra persona, dependes de su humor, y si quiere hundirte sabrá perfectamente como hacerlo, puede que tenga hambre, sueño, se haya levantado con el pie izquierdo, o le dé por vengarse de alguna falta tuya cometida con anterioridad.
Puede que sea al revés y te conviertas tú mismo en cortarrollos torturador. Nadie lo desea pero ocurre.
Estás a expensas de la otra persona, aunque no te alarmes, en realidad hay cosas peores que viajar en pareja, por ejemplo viajar en familia.
Entran en juego más factores, eso lo tuvo que inventar algún descendiente del creador del potro de tortura. Es broma, no soy del todo estúpido, a veces está muy bien, pero en ocasiones, seamos sensatos y realistas, viajar con niños pequeños es tan placentero como que te arranquen las uñas de los pies. Ya está, alguien tenía que decirlo.
Así seguimos avanzando entre cientos de yurtas como motitas blancas en el césped verde, hasta que la M-41 empieza a descender y se ve el primer árbol, pronto empiezan los bosques, y los camping al lado de los ríos, ocupados por viejos Lada y kirguises en tiendas de campaña de las antiguas, y las colmenas de miel, móviles, encima de remolques. Un paisaje de montaña más “normal” que el de las alturas.
Boriat me pregunta si en España hay kumís, la leche fermentada de yegua, y si las montañas son tan altas. También me preguntó hace un rato si en España había yurtas.
Mi respuesta es siempre la misma: Niet. Mi ruso no da más de si.
Aun así nos llevamos bien.
Después llega Toktogul, y la aridez. El mundo se convierte en amarillo y marrón, el estiaje se apodera del paisaje, colinas secas con manchas verdes entre ellas, choperas, huertas y cultivos de maíz. Población extendida y destartalada.
Y el adelantamiento con el que abríamos este artículo, el camión, la curva cerrada, y el otro coche directo hacía nosotros, y el volantazo de nuestro chófer, y la respiración en pausa.
Fuimos a parar al único lugar que cabía el coche entre la carretera y la pared de roca. Se hizo el silencio y el mundo se detuvo. Seguíamos vivos, nadie se hizo nada, era tan fantástico e increíble seguir vivos que nadie riñó al conductor por su imprudencia. Él balbuceaba unas palabras. La de los ojos marrones dejó de apretarme la pierna y pegó una bocanada de aire. Intenté poner en su sitio el corazón, tragándolo cuando ya se salía por la boca.
Es de esas ocasiones en las que sabes que lo fatal estuvo cerca. Esa mañana en Kirguistán si en vez de haber tres metros de tierra antes de la pared de roca hay un precipicio de doscientos metros, por ahí nos hubiéramos despeñado.
Habríamos palmado, eso sí, haciendo lo que más nos gusta (vestidos) y no estaría escribiendo chorradas. Ni tú leyéndolas.
Pero en vez de despeñarnos, paramos en un charco de agua y nos bañamos, primero los hombres y después las mujeres, la de los ojos marrones no mucho pues aún estaba en estado de shock, más por el calor, que por otra cosa.
La M-41 entre Toktogul y Tash Komur, serpentea por desfiladeros de montañas secas, gastadas y abarrancadas, con rocas de increíbles colores, valles y gargantas, aunque a veces, el paisaje se abre con lagos y embalses, y a distancia de cualquier tipo de población, numerosos cementerios salpican la ruta.
Sus panteones, muy elaborados, con cúpulas, minaretes, y vallas de rejas, parece que quisieran fijar al nómada en su última y eterna morada.
Puede parecer un contrasentido, grandes construcciones para tumbas de nómadas que no tuvieron jamás ni una casa, y lo es.
Todas estas construcciones son de la época soviética, en la que se intentó -y en gran parte se consiguió- sedenterizar a la población y hubo cierta prosperidad económica. Los grandes mausoleos son, al igual que en occidente, demostraciones de prosperidad entre familias pudientes.
Lo que es evidente es que en estos cementerios musulmanes, al contrario que en occidente, no visita las tumbas, la alta hierba salvaje que crece en ellas es el mudo testigo de esto.
Y lo más importante, ¿quién estará ahí abajo?
Tash Komur, es un pueblo con una presa con casas pegadas a enormes acantilados que dan al río. Parece que algunos de sus habitantes, con un simple estornudo, puedan caer al abismo.
Tash Tobo es llano y pardo, al menos en agosto. Pardo digo, que llano es todo el año.
Jalalabad, a dos horas aún de carretera de Osh, es polvorienta, y la carretera tiene tantos baches cuando la atraviesa que es imposible tomar notas en el cuaderno de viajes. No parece más que un pueblo feo. Sus alrededores son anodinos. La ciudad me recuerda a una boñiga seca de mierda de vaca espolvoreada por el viento.
Paramos a beber “yerma”, está agrio. No me gusta.
Mi polvoriento y cansado karma me lleva dos horas después hasta la impresionante ciudad de Osh, donde el taxi nos deja en la puerta de un albergue, y nos intenta cobrar de más, alegando que el tipo que se encarga de los taxis en Bishkek les dijo que nos dijo que aquí pagaríamos 1000 som más. Le doy 300 som para que se largue después de una larga y repetitiva discusión en la que interviene como mediadora la dueña de la guesthouse.
En Kirguistán, si viajas en taxi compartido es frecuente que un precio cerrado de antemano se aumente al llegar al destino. En una marshrutka esto nunca pasa.
Osh es por ahora un ente abstracto, imaginado y soñado, que flota al otro lado de la ventana de la habitación, perfumado patio interior. Unos pocos sonidos nocturnos, apenas unos susurros, es lo que nos llega de ella.
De momento, esta noche es una desconocida a la que levantaremos la falda mañana por la mañana con la esperanza de que se deje meter mano, o al menos, poder vislumbrar algo de lo que esconde.
Lleva allí tres mil años, mañana la veremos nosotros, no sonarán los tambores y las flautas de bienvenida, las multitudes no se arremolinarán dejando paso a nuestra entrada triunfal, pero para nosotros es un día importante.