RUMANIA, MARAMURES, LEJOS DE LAS LEYES DE LOS HOMBRES
Nelo | February 20, 2017Maramures, norte de Rumanía, luminosa y nevada mañana de invierno; la de los ojos marrones huele a gloria bendita y las vías de tren prometen encarrilarnos hacia edenes soñados, valles verdes de cumbres nevadas y cabañas de madera de chimeneas humeantes con leñadores de embarradas botas de agua y manos capaces de derribar un oso de un puñetazo, dispuestos a beberse una botella de palinka, el aguardiente rumano, con quién haga falta.
Vías estrechas del tren Mocanita se adentran en los bosques de Maramures siguiendo la frontera con Ucrania.
Las montañas de los Cárpatos de la provincia más septentrional de Rumania, se muestran ideales para perderse por ellas y sentirse como Robert Redford en “Las aventuras de Jeremiah Jonhson”, una de las mejores películas sobre viajes y sobre montañas, si uno es capaz de abandonar las carreteras principales y los caminos más transitados.
“-Cuida de tu cabellera que te está creciendo mucho, y aquí no hay leyes para los salvajes, ni manicomios para los locos, ni más iglesia que la naturaleza, ni más voz que la de los pájaros. Mi camino únicamente podrá detenerlo una bala o una flecha, sólo entonces dejaré mis huesos en esta tierra que me conquistó para siempre.”
La ventaja de los trenes lentos y traqueteantes es que me da tiempo a pensar. Mientras miro por la ventanilla si no conozco la zona, sueño, imagino, intento adivinar. Si la conozco, entonces además de soñar, recuerdo.
En otra fría pero oscura mañana de invierno de hace más de veinte años, voy subiendo montañas en moto siguiendo la frontera rumano-ucraniana.
El único asfalto que atravesaba la región era estrecho y lleno de agujeros, la moto muy gorda, los árboles muy altos y yo muy flaco, e insolentemente joven.
Los ríos y lo arroyos permanecían impolutos, la era del plástico aún no había azotado la zona, el único tráfico que salpicaba los caminos eran carros tirados por animales.
Los hombres llevaban un sombrerito de paja y todo era una oda a la autosuficiencia de la vida en los bosques.
Cerca de Petrova paré a fotografiar un carro lleno de mujeres de todas las edades.
Anchas faldas y pañuelos de flores sobre un montón de heno tirado por dos caballos, sanas rollizas, enérgicas, manos fuertes y mirada serena. Estiré bien el caballete de la moto pero era una bajada, desmonté y pedí permiso para hacer una foto. En el momento de hacer click la moto cayó, como un elefante herido, unos pocos metros detrás de mí.
El silencio de las montañas se acentuó tras el estruendo del golpe de más de doscientos kilos de chatarra y plásticos contra el suelo y el corte de la respiración de los presentes.
Nunca podría haber imaginado que causara tal conmoción general más allá de mí mismo. Dos de las mujeres se pusieron a llorar. Una tercera se unió al desconsuelo. Lloraban por la moto, por mí, no sé.
Lloraban de verdad con lágrimas, levantamos la moto, intenté consolarlas, no era grave, vamos chicas, una sonrisa, ¿quién necesita una maneta de embrague y una palanca de cambio de marchas? Y los arañazos, ¡mejor la moto que yo! Las piezas “sólo” tardaron dos meses y medio en llegar desde España.
Muchos años más tarde malvendí esta preciosidad que tantos buenos ratos me dio para pagar unos pocos meses de alquiler en una casa en la que nunca fui feliz.
El paso del tiempo hace que las cosas malas siempre hayan pasado para hacernos algún bien.
En este caso, este pequeño accidente me vino bien para quedarme por allí, esperando, conociendo aquello, parado, cosa que no solía hacer porque siempre me iba a otra parte muy rápido, parecía que tenía un cohete encendido en el trasero, y esta vez no tuve más remedio que tranquilizarme. Y aprender rumano.
Muchas veces me acordé de las mujeres del carro. Lo hacía entre aquellas montañas de nieblas tan profundas como sus bosques, mientras bebía aguardiente de ciruela en mil tabernas de montañeses que aullaban como lobos y bebían como osos, y lo sigo haciendo ahora.
Las fotos del enternecedor acontecimiento las perdí con el tiempo. Las envié todas a la revista Solomoto y nunca más se supo.
Como forastero y urbanita, se puede llegar a idealizar regiones como ésta: La montaña como refugio, como único lugar verdaderamente civilizado, como verdadera fuente de conexión entre nosotros y la naturaleza. La inspiración que otorga cualquier paisaje quebrado y salvaje.
Y realmente para nosotros será así. Pero sólo si cerramos un ojo, como siempre. Si abriese los dos, y el regresar a un sitio en concreto varios años después es de gran ayuda, vería que no soy objetivo por mucho que me gustase pasar un largo invierno en una cabaña escuchando caer la nieve con la única preocupación de mantener el fuego encendido.
¿Ideal para mí? Sin duda.
¿Ideal para los habitantes de aquí? No para todos.
La zona cuenta con sus problemas como en todas partes, y quedó bastante despoblada en las últimas dos décadas ya que los jóvenes marcharon al extranjero por los mismos motivos de siempre.
El censo del padrón de habitantes de los pueblos de Maramures de los últimos veinte años muestra un fuerte y desolador descenso.
Las remesas de los emigrantes y la apertura económica del país hizo que el “desarrollo” inundara los principales valles de la región, lo que trajo que los principales ríos se llenaran de plásticos enganchados a las ramas de sus cauces.
Y cosas peores, pero no quiero trenzar un rosario de desgracias justo antes de cerrar el artículo, las montañas siguen ahí y no se lo merecen.
Además no sería justo del todo, como ocurre en otras partes, basta alejarse de las carreteras principales para encontrarse con el paraíso perdido, tan gratificante con el viajero como incómodo para sus habitantes.
Porque el mundo es comedia y es drama, paraíso y averno, risas y llanto, de una belleza descarnada y siempre efímera. La dulce armonía del caos. Un planeta chapoteando en salsa agridulce, una amenaza pendiente, una esperanza futura, un yin yang flotando en el vacío. Éxtasis y pura mierda. Unos pocos pendejos y mucha buena gente.
Podemos viajar con un ojo cerrado o hacerlo sobre una delgada cuerda cual funambulista en precario equilibrio.
Y aunque el accidente o la tragedia pueden aparecer, si su magnitud no es en exceso devastadora, casi siempre caemos de pie o sobre la red, porque un viajero que no sea emigrante o clandestino siempre tiene un plan b normalmente dulce, y comparado con los otros dos, sus viajes siempre van tocados de cierto aroma de banalidad y sensaciones naïf, como una especie de Heidi con mochila.
Los bosques de los Cárpatos en Maramures siguen siendo el filo de la navaja europea. Además si quieres radicalizar tu viaje es fácil, sólo tienes que cruzar la frontera de Sighetul Marmatie y meterte en la Transcarpatia ucraniana.
Son las montañas que soñaste cuando eras niño, con trenes de vía estrecha cargados de leñadores que recorren valles de ríos helados. Creo que no hace falta mucho más.
Tú y yo nos entendemos.
lejos de las leyes de los hombres
donde se diluye el horizonte