GHANA. POR LAS TRIPAS DE KUMASI
Nelo | August 11, 2014Desembarco accidentado en Yeji debido una gran tormenta, después de unas 30 horas de navegación en el barco que desde Akosombo cruza el Lago Volta en Ghana.
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Un desconocido me guía en la oscuridad hasta un hotel sofocante.
La música que entra por la ventana de mi hotel en Yeji mientras amanece es idéntica a la de algunos poetas-cantores bereberes del sur de Marruecos, no importa que por medio esté el desierto más grande del mundo, miles y miles de kilómetros de pura aridez.
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Eso sí, la manera de recitar la llamada a la oración y de decir las palabras, es hecha con una gracia y acento africano.
Me ducho, se hace de día, y no he dormido un minuto, pero me da igual, salto a las calles, estoy en África y todo es diferente.
Yeji es una población de casas bajas, calles de tierra y árboles grandes y frondosos. La cruza también una carretera de asfalto que llega a Kumasi. Desayuno en una barraca de madera, un bocadillo de huevos fritos y un gran vaso de Milo mientras hablo con mi compañero de mesa y con la mujer que prepara los huevos.
Un hombre me lleva amablemente a donde salen los tro-tro para Kumasi y Accra. La estación es una explanada de tierra, hay una casa vieja y mugrienta, fuera un techado, debajo de él, un señor con una mesa y una silla de madera, vende los billetes. A su alrededor, unos bancos donde esperamos los pasajeros.
Esperaremos unas tres horas a que salga el tro-tro.
Charlan, compran, ríen, venden, bromean. Nadie se apura, todos parecen contentos.
No me atrevería a decir felices, y no pienso que en sean más o menos felices que en otra parte cualquiera. Hablo de alegría, la tan cacareada alegría africana.
Una vez en marcha, mientras atravesamos pueblos y mercados, el conductor desacelera el vehículo cuando alguna de las pasajeras –en especial una muy lustrosa que llevo a mi lado- se lo ordena con un simple ¡driver!…
Es porque han visto algo que quieren comprar, entonces un enjambre de vendedoras revolotea alrededor del tro-tro que sigue adelante sin detenerse.
Por las ventanillas aparecen caras sudadas con sus mercancías en la cabeza y éstas entran al vehículo pasando a manos de las pasajeras, que las comprueban, regatean y pagan, mientras las vendedoras siguen corriendo al lado nuestro, algunas para cobrar, otras por si aún pueden vender algo, entonces el conductor acelera y todas quedan detrás, rezagadas, y ya con la vista puesta en el siguiente vehículo.
La señora de mi lado compra de esta manera, agua, plátanos, ñames, batido de fresa, una escoba, helado de fresa, cocacola, arroz con pollo, una recarga de móvil, más agua y más helado para las pasajeras de la última fila, naranjas y unas hojas desconocidas para mí.
Atravesamos el país en dirección sur y cada vez es todo más verde, pueblos-mercado con carteles de pastores evangélicos y grandes compañías nacionales e internacionales, cultivos con charcos de agua negra, y grandes extensiones selváticas en una región montañosa pero de escasa altura.
Por la tarde seguimos avanzando y yo, en pago a la noche anterior sin dormir estoy incluso de mal humor cuando entramos en Kumasi, segunda ciudad en tamaño de Ghana.
Pero se me pasa enseguida.
Kumasi me agarra de las solapas de mi camisa, me sacude, me despierta y me grita a la cara:
Porque Kumasi ha sido a mis cuarenta lo mismo que Delhi fue a mis veinte, un quedarse con la boca abierta, un bofetón en plena cara, mi descubrimiento de América, la llegada a Marte, una revolución interior, la iluminación de una nueva dimensión, un te crees que ya lo has visto todo pero no tienes ni idea, chaval…
Lo de chaval es por motivarme a mí mismo.
Kumasi me engulle y yo, alucinado, me pierdo por sus tripas, preguntándome cómo es posible tanta intensidad, tanta energía, tanta música, tanta muchedumbre, tanto griterío, tantas cosas pasando a la vez a mi alrededor, tanto de todo…
Y camino por ella, como el preso fugado en la escena final la película Expreso de medianoche, cuando corre, deslumbrado, hacia un luminoso atardecer de libertad, intentando disimular y completamente subyugado por todo lo que me rodea, mientras finjo que soy uno más, que estoy acostumbrado a esta ciudad, y que esta camisa no me viene grande. Muy grande.
Y pensar que estuve a punto de pasar de largo esta ciudad…
Escena fila del Expreso de medíanoche, un final liberador y feliz para una película llena de vicisitudes, como un viaje por África y sus picos cielo-infierno.