GHANA. ACCRA Y EL FARO DE JAMESTOWN
Nelo | December 25, 2014Estoy en Accra, la gran capital de Ghana de varios millones de habitantes, el calor de la primera hora de la tarde me obliga a buscar el chorro de aire acondicionado que inunda mi habitación, tan pequeña que no le puedo sacar una foto desde dentro.
Pese a su tamaño, alargo mi siesta hasta límites insospechados, teniendo que esperar a las noches para salir, bebiendo entonces cervezas de medio litro, desparramado en cualquier garito cutre de música atronadora, sillas de plástico y culos moviéndose rítmicamente y con entusiasmo, sudando e intentando acostumbrar a mi termostato que la oscuridad no trae implícita una bajada de la temperatura hasta por lo menos poco antes del alba.
El sofoco de aquí es normal, el rarito soy yo.
Como ayer hice esto, me he levantado tarde, y después de remolonear por las sombras del hostal, he salido a las calles de Accra cuando ya hace otra vez mucho calor.
Quiero parar un tro-tro en Labadi Road, a la sombra de una palmera en la puerta de una casa grande. Aparece el vigilante:
-Hola ¿cómo está?, mi nombre es Yass y voy a ayudarle.- Me da la mano.
Con un gesto detiene el tro-tro para mí, y le dice mi destino al cobrador.
Los tro-tros son furgonetas con asientos para transporte de pasajeros –casi siempre viejas Mercedes o Nissan Vanette- que además de con un chófer y un montón de apretujados clientes, cuentan con un cobrador-ayudante encargado de gritar destinos descolgándose en marcha por la puerta abierta y de cobrar a los pasajeros a distancia, pues en ocasiones está tan lleno que los billetes han de pasar de mano en mano, en una ida y vuelta entre tú y él.
Mi idea era ir al Stadium, los domingos hay fútbol a las tres de la tarde y yo quiero ver un partido aquí, en Ghana. Me repatea el fútbol, no me gusta, pero quiero ver un partido aquí en el África Ecuatorial, que he leído no sé donde, que en Ghana es un espectáculo.
-Bueno, encantado, aquí estoy para lo que quiera.-me dice el vigilante antes de volverme a dar la mano.
Me bajo cerca del Stadium, tengo hambre, me meto en un barrio de chabolas y barracas, en una de ellas me siento a comer, en la mesa de al lado, cuatro jóvenes trajeados, parece recién venidos de misa o de algún culto.
Hay menú único de banku con pescado, una mujer risueña me lo sirve, los jóvenes trajeados me dicen cómo se llama “eso” que tengo delante y la forma de comerlo.
El banku es una masa de maíz fermentado cocido, con o sin mandioca, servido normalmente, junto a pescado y cebolla.
A mí el banku me sabe a cerveza.
Tanto, que incluso se lo pregunto a la mujer, que me mira riéndose.
-¿Cerveza? –parece pensar- Éste, además de blanco, es tonto.
En otras barracas mujeres, siempre mujeres, preparan comidas que venderán más tarde, bien en la puerta de sus casas y establecimientos, bien desde su cabeza recorriendo calles y mercados.
África no está perdida esta esperando a que las mujeres ocupen el sitio que les corresponde.
Oceano África. Xavier Aldekoa
Cruzo el barrio, veo que no hay gente alrededor del estadio, ni un alma, pregunto a los chavales de la gasolinera de enfrente, son las dos de la tarde.
– No, lo siento, hoy no hay partido.
Rodeo el estadio, está muy solitario, cuando me voy a cruzar con una mujer mayor veo que agarra un enorme adoquín.
Sólo estamos ella y yo. Nadie más, ni siquiera pasan coches. Nos dirigimos el uno hacia el otro.
Viene directa a mí, levanta la mano del adoquín, quiere tirármelo.
Doy un gran rodeo, mientras pienso el por qué de esto, no le había hecho nada, ni la miraba, sólo encuentro una razón:
¡Me tenía un miedo atroz!
El extraño, siempre el extraño.
El extraño, el forastero, es a veces sospechoso.
Durante un momento me quedo con mal sabor de boca que me dura poco al ver una chica que iba por detrás reírse de la situación.
Aún así decido cambiar mi karma, ¿alguna vez os han amenazado con estamparos un ladrillo macizo?
El caso es que le doy todas mis monedas que llevaba sueltas a un mendigo que decía tener hambre y me voy a la estación de tro-tros que salen para Jamestown. Encuentro uno que me lleva. Pero mi karma, desgraciadamente, no cambia.
Porque me bajo del tro-tro justo en un gran tumulto, acaba de pasar algo en esta barriada muy humilde y superpoblada, hay policías que corren, y la gente, nerviosa, se concentra en torno a algo. Sé que debo marcharme, pero mi curiosidad puede más. Casas coloniales desvencijadas y apunto de caer con chabolas entre ellas, me acerco al corro formado en medio de asfalto, desde una de ellas un tío muy grande me grita enfurecido, fuera de sí.
Ni idea de lo que está berreando pero pongo cara de gili y salgo de allí.
Me gusta pensar que tengo una cualidad para cuando me meto en líos, no es del todo cierto que la tenga, pero me gusta pensar que puedo estar cagado de miedo que sé poner cara del despreocupado que viene de casa de su primo beberse tres cervezas, que puedo estar atravesando la peor barriada de Calcuta que parece que venga de dejar la niña en la escuela. Y que esto suele desconcertar lo suficiente como para darme tiempo a cambiar de escenario.
Me marcho hacia el faro, porque claro, no he explicado qué carajo hago yo por aquí.
Fuente: Eveandersson.com
He venido a subirme a un faro, el Jamestown Lighthouse. Esa era, la idea, había leído que se podía subir y que las vistas eran espectaculares.
Fuente: Eveandersson.com
Jamestown es el barrio que lo rodea y le da nombre, exagerado en su decrepitud, sucio, vibrante, huele mal, superpoblado, me gustan sus casas viejas, cayéndose a pedazos, atiborradas de personas, explotadas y usadas hasta casi convertirlas en entes vivos, es uno de los barrios más antiguos de la ciudad, Accra empezó aquí, punto de tráfico de esclavos en el s XVII. Hoy es un barrio de pescadores de etnia Ga.
También es la meca del boxeo en Ghana, deporte muy popular en el país. No hay otra zona del mundo con esta cantidad de escuelas de boxeo, unas 20, y no hay otro lugar en el mundo que ha producido tantos boxeadores campeones del mundo en los últimos 75 años. Boxeadores como Josué “The Hitter” Clottey, Ike “Bazooka” Quartey y Azumah ‘El Profesor’ Nelson, empezaron aquí a sentir sus primeros golpes.
La afición al boxeo aquí es tradición entre los chavales del barrio durante generaciones, y está permitido luchar en la calle siempre y cuando se tenga la misma edad y no se usen armas.
Éste sí es “el Profesor”.
Pero hay algo que no me gusta, no es miedo a que me partan la cara, es como una tensión que flota en el ambiente, una sensación poco clara, indefinida, algo me chirría. Sólo es una sensación en el estómago, tal vez el gesto de algunas personas, no sé, muy pocas veces me pasa.
Entro a tomar una Club en un bar desvencijado y tan mugriento como el resto del barrio, quiero tranquilizarme y ver qué hago.
Estando allí llega un tipo, qué si ha estado en Italia dos años, que si podemos ir a ver Capecoast, etc. Trata de venderme un viaje. El segundo que llega me gusta aún menos. Va borracho.
Hay un experto viajero por África que dice que los buscavidas son tan inofensivos como un anuncio de televisión. Tiene toda la razón, pero es que yo no quiero ver los anuncios, quiero ver la película.
Me libro de los dos sin ofenderlos, pero el peaje del segundo es una cerveza.
Cuando llego al faro, la gente que lo habita se esconde en su interior en cuanto me ven llegar.
No sé, tal vez era un mal día.
Y llega el tercer buscavidas y el cuarto. Estos dos son más chulitos, me dicen que si me acompañan podré hacer fotos, si no, no. Me dan incluso precios. Llevan camisetas de camuflaje, la mirada torcida y tienen pinta de fumadores de crack. Que también me pueden enseñar el puerto y luego podemos fumar marihuana.
Me marcho, me gusta hacer caso a mi instinto ni visito el puerto, ni hago fotos, pero créeme, no hace falta, la imagen que tengo ante mí del puerto con las olas del océano batiendo por encima del rompeolas son de las que no se olvidan.
Puerto en el que apenas encuentran refugio coloridas barcas de pescadores detrás de un espolón que no es capaz de contener las olas de seis metros que hoy baten con furia, consiguiendo sólo desintegrarlas, espolvoreando toda su agua por el puerto y el poblacho de barracas de madera incrustado en su interior, batido por la furia oceánica.
No hay foto, ni falta que hace, mi ego podrá soportar no enseñar la más impresionante imagen de todo el viaje, y tú, en todo caso, puedes imaginártela.
Regreso caminando hacia el centro, voy paralelo al mar, me salen al paso comisionistas que quieren que compre algo en sus lejanas tiendas. No tienen ni idea de con quién se la están jugando, si fuera por los souvenirs y regalos que compro, los índices de consumo bajarían a la edad del hielo, los congelaría.
-Escucha, busca otro turista, lo siento mucho, pero no voy a comprar nada.
Es un simpático rastaman sonriente.
-No comprar, sólo mirar…
-Para qué mirar, si no voy a comprar.
-Comprar mañana…
-Lo siento, busca otro obruni.
Les doy, eso sí, mi tiempo y una especie de sonrisa. No se van enfadados.
Y como si la concentración de buscavidas y de rituales folclóricos turísticos cumpliera este día con el cupo del país entero, no vuelvo a encontrar nada más, ni a nadie más así, en todo el viaje.
Cuando llego a la Black Star Square, la gente vuelve a ser la maravillosa gente ghanesa.
Después como el mango más delicioso de toda mi vida, lo comparto con el hijo de la vendedora, un niño gordito, bizco y tímido.
Mientras me lo como, lascivo, lujurioso, dulces chorritones me resbalan por la barbilla en dirección a mi camisa blanca.
Gotas de fruta madura.
Fruta madura de un barrio de chabolas.
Barrio de chabolas de una ciudad del Golfo de Guinea.
Ciudad del Golfo de Guinea de un palpitante continente extremo.
Palpitante continente extremo en un planeta azul flotando en un profundo universo.
Profundo universo sometido a las leyes del movimiento, como el alma de algunas personas.