ESTAMBUL. USKÜDAR Y LA DE LOS OJOS MARRONES
Nelo | December 17, 2014y va el capitán pirata,
cantando alegre en la popa,
Asia a un lado, al otro Europa,
y allá a su frente Estambul;Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria la mar
Espronceda
Estambul gira imparable a primera hora de una tarde soleada y fría de noviembre. Caminamos alegres y contentos por el archiconocido barrio de Eminonu, entre el hormigueo de gente y el batir del mar contra los muelles.
Es un barrio que cuenta por el día con dos millones de habitantes y se vacía cada noche hasta los treinta mil. Gran parte de ellos deben concentrarse en estos momentos a orillas del mar, donde están las barcas que torran caballas, entre el Puente Gálata y la Mezquita Nueva, junto a los embarcaderos de los ferrys que cruzan de la orilla europea a la asiática.
-¿Cuándo estemos en Estambul, podremos hacer eso que tú haces de subirnos a un autobús sin saber a donde se dirige y ver donde aparecemos?
– Claro churri, cómo no…
La idea quedó ahí, y aunque suelo hacer eso en casi todos mis viajes, era algo que aún no había surgido en el poco tiempo que llevábamos en la ciudad.
Olor a pescado torrado y mar, griterío, tráfico marítimo caótico e intenso, riadas de peatones, gaviotas, tranvías, cañas de pescar desde el puente al mar, cimbreándose de manera continua, tu mano en la mía, dos chalados sonrientes.
-Nelo…
-Dime cari.
Los preciosos ojos castaños señalan un ferry cercano que está apunto de zarpar. Imposible adivinar desde aquí su destino.
-Si nosotros fuéramos de verdad nosotros, nos subiríamos a ese barco.
-No sabemos a donde va…
-Por eso.
Pienso deprisa, no queda mucho tiempo para embarcar. Nosotros somos nosotros, eso desde luego, y más cuando estamos de viaje, es posible que exista algún tipo de desdoblamiento en la vida no viajera, por aquello de tomarse las cosas con humor y posponer un probable corte de venas –chinarse se dice en mi barrio-, pero aquí, ahora, nosotros somos nosotros.
Y mi nena quiere tomar ese barco. Y yo, estando a su lado, como si me dice de embarcarnos en el Titanic.
Le doy un tirón, cambiamos de dirección, subimos al barco medio corriendo. Ya veremos la Mezquita Azul en otra ocasión.
El barco se dirigió como una flecha casualmente a donde queríamos ir uno de estos días, y que yo no conocía aunque ya estuve en esta ciudad algunas veces, el famoso café del barrio de Usküdar, en la orilla asiática, desde donde se pueden ver los atardeceres sobre la orilla europea.
Dios, el azar, el destino, la casualidad, la causalidad, la suerte, el karma, lo que te dé la gana, suele ser muy condescendiente cuando me abandono a merced de lo que surja, sobre todo cuando se cumplen dos requisitos, ser un ignorante –cuestión que me sale de manera natural, sin apenas esfuerzo- y/o ser un incauto –adjetivo que llevo desde mi nacimiento-.
Además es obvio que la improvisación frente a la planificación tiene la ventaja de que el resultado será cuanto menos, sorprendente.
Nunca se sabe.
Porque este barco, de los cientos que navegan por el Bosfóro, no sólo tomó rumbo de la orilla asiática sino que lo hizo hacia Uskudar y a la hora indicada para ver el atardecer desde un café situado en unas gradas junto al mar, que es, precisamente, adonde quería llevar a la de los ojos marrones.
Aunque ella de todo esto no tenía ni idea:
-Por favor, no me cuentes nada de Estambul, ni de lo que vamos a hacer. No voy a mirar ni fotos, quiero ser completamente virgen. -Me dijo antes del viaje.
Dejarte llevar sin conocimiento ninguno no es una ciencia exacta que te garantice el éxito. Puedes subirte a un tranvía cualquiera en Amsterdam y acabar en un final de trayecto en el barrio más horroroso, feo y anodino de la ciudad. Y quedarte tirado allí, porque no vuelve. También es fácil el cumplimiento de la ley de Murphy cuando estás esperando en una carretera del desierto, y todos los pocos coches, taxis y autobuses que pasan lo hacen en sentido contrario al deseado por el aspirante al colapso por calor extremo.
Pero otras veces sale bien. Puedes aparecer de repente en el embarcadero de los ferrys que van a las Islas Príncipe en Estambul, en tu último día en la ciudad y cuando precisamente era eso lo que tenías en mente pero sin tener idea de donde estaba y sin buscarlo, encontrarte justo allí como por arte de magia.
Los resultados de la planificación exhaustiva en los viajes son los mismos que la no aplicación de ésta, que no es otra cosa que abandonarse a la dejadez y el azar. A veces sale bien, a veces sale mal.
Puedes llevar un año atando tus vacaciones en el desierto, y cuando llegas allí te llueve como en el día del juicio final. O reservar una habitación desde las que ver las puestas de sol en las Islas Fiji, gastar miles de dólares en ello y cada tarde hay niebla y tu pareja se enfada –qué estupidez-.O irte a Bilbao –abrígate bien que allí hace frío-y plantarte con 35 grados a la canal.
Estambul, en cambio, siempre está bien si uno está bien.
La torre de Leandro es testigo mudo de todo el paso de buques por el estrecho del Bósforo y de las confidencias de los enamorados –se acabó de momento escribir para lobos solitarios.
Esta torre llamada también de la doncella, edificada a unos 200metros de la orilla más cercana sobre un promontorio rocoso, debe sus dos nombres a sendas leyendas sobre ella.
La primera cuenta la historia de Hero y Leandro. Hero era una sacerdotisa consagrada a Afrodita, Leandro un apuesto joven que vivía a unos dos kilómetros de allí. Se conocieron en una fiesta, cayendo enseguida rendidos el uno por el otro. Hero se hacía de rogar, Leandro la conquistó además de por su belleza, por su labia, le convenció con el argumento de cómo dedicar su vida a la diosa del amor sin ni siquiera saber lo que era éste.
Cada noche Hero encendía una antorcha y Leandro nadaba a través del Bósforo unos dos kilómetros para encontrarse con su amada.
“Por tu amor cruzaría hasta las olas salvajes”
Durante todo un verano dieron rienda suelta a sus pasiones, pero llegó el invierno, y el mal tiempo. Una noche más Hero encendió su antorcha, pero el viento o la lluvia la apagó. Leandro perdido, llegó al límite de sus fuerzas y su cuerpo destrozado apareció a la primera luz del alba a los pies de la torre. Hero no pudo soportarlo y se arrojó desde la torre, muriendo junto a su amado.
De piedad murió la luz,
Leandro murió de amores.
Hero murió de Leandro,
y amor de invidia murióse
Quevedo
Al más puro estilo shakesperiano, o, en una versión más ibérica Los amantes de Teruel, esta leyenda fue conocida por el poeta inglés Lord Byron que se empeñó en hacer el trayecto a nado para demostrar que la leyenda de Leandro podía haber sido perfectamente real. Lo consiguió.
Mochilera/o, si aún no conoces a Lord Byron enseguida vas a saber quien es pues con sus versos empieza la película “Hacia rutas salvajes”:
“Hay placer en los bosques sin caminos,
Hay éxtasis en las orillas solitarias,
Hay compañía donde nadie pisa,
Cerca del profundo mar y de su rugido musical;
No amo menos al hombre, sino más a la Naturaleza”.
También escribió maravillas del siguiente estilo:
Poeta de vida licenciosa, que iniciado el sexo adulto a los nueve años de edad por parte de su entregada enfermera, huyó de Inglaterra debido a las deudas y a su matrimonio con una esposa absolutamente insoportable, nunca más regresó, jamás.
Fue un poeta-viajero de gran talento, apasionado, antisocial, odiaba las instituciones, dolido por límites impuestos por la sociedad o la muerte, rebelde en el exilio, cojo de nacimiento y de comportamiento autodestructivo.
Sólo salgo, para renovar la necesidad de estar solo.
La otra leyenda con que cuenta la torre, también os sonará. Cuenta que un sultán tenía una hija a la que se le había profetizado que moriría a los 18 años de edad por una picadura de serpiente. El sultán desesperado mandó recluirla en este peñasco en medio del mar. Tiene sentido.
Lo que no lo tiene es que su padre le enviara un cesto con frutas y nadie comprobara que adentro no había una serpiente. Cuando la hija fue a tomar una manzana de la cesta, una cobra le mordió, matándola.
Esta fábula con sabor a la Bella Durmiente, demuestra, al igual que la leyenda anterior que las mismas versiones de los mismos cuentos se repiten por todo el planeta con pequeñas variaciones locales.
Quizá las cosas inherentes al ser humano son las mismas aquí en Estambul, que en cualquier otra parte del mundo. Entonces, pudiera ser cierto aquello que dicen que el hombre más sabio del mundo permaneció toda su vida bajo el mismo árbol.
Si en todas partes es, en esencia, lo mismo, ¿para qué viajar entonces?
Yo no lo sé, pero puede que como mínimo, al menos valga para darse cuenta que no es necesario viajar. Y en mi caso –no sé en el tuyo- también para no reventar.
Además hasta al Buda le fue necesario viajar y conocer las cosas más mundanas antes de iluminarse como un árbol de Navidad.
Pies de la de los ojos castaños pisando por primera vez Asia, vírgenes en este continente, con espontáneo pie veterano encajado
Además viajar hasta aquí y helarse en las escalinatas del café de Uskudar, con toda la humedad del Bósforo calándose en tus huesos, mientras alguien a quien apenas conoces y que te gusta a rabiar, te cuenta, entre té y té, desnudándose por dentro, parte de si, puede convertirse en un momento glorioso si coincide con el cielo rojo del atardecer por detrás de los grandes alminares de la Mezquita Azul, y de Santa Sofía, que no sé donde leí, que parecían construidas a propósito para que el sol se ponga detrás de ellas.
Y entre allí y aquí está el mar.
Un mar muy nuevo, formado hace nada, en el 5600 aC. Imaginad el actual Mar Negro como un lago continental, secándose rápidamente, a cien metros por debajo del Mediterráneo, que estaba a su rollo.
Con la desglaciación el Atlántico sube drásticamente de nivel e inunda el Mediterráneo a través del estrecho de Gibraltar, y éste a su vez inunda el lago que entonces era el Mar negro por el Estrecho del Bósforo. Y lo hace mediante una enorme cascada con un caudal estimado del doble del Amazonas actual, que en menos de un año inundó 155.000 km2. Una de las cataratas más impresionantes que hayan podido verse a lo largo de la historia.
Si hubieras sido uno de los 145000 desafortunados que vivían entonces allí lo hubieras tenido jodido, pero a cambio hubieras presenciado nada más y nada menos, que el Diluvio Universal.
Aunque lo ideal hubiera sido que te llamaras Noe.
Y si hubieras sido Noé, sinceramente más te hubiera valido darle una patada al arca y quedarte en tierra. ¿Qué necesidad tenía el planeta de la raza humana? Pobre enorme piedra redonda. La qué liaste, Noé.
Hoy en día, el Estrecho del Bósforo es un mar poco profundo, de arriesgada navegación, surcado además de por ferrys perseguidos por gaviotas, por enormes petroleros y buques mercantes tan grandes, que consiguen la ilusión óptica de empequeñecer este estrecho, paso obligado de todo el tráfico marítimo entre el Mar Negro y el Mediterráneo.
Consiguiendo con su movimiento, al igual que el sol, que el viajero adquiera consciencia plena del momento. Porque pocas cosas hay más únicas que el momento. Único momento que nació del movimiento y que será asesinado por él. Sin remedio.
Las olas rompen mansamente contra el malecón.
-Si no estuviéramos en Turquía ahora mismo te daba un beso de los buenos…
-¿De los de verdad de la buena?
– Sí. Queriéndote.
-Pero estamos aquí, en un lugar público, y esto es un país musulmán…
Más tarde, de noche, en la penumbra de la habitación, al despertarnos con la primera llamada a la oración, seguiríamos saldando de sobra nuestra deuda de besos de tornillo, pero, ¿eran los mismos besos? El momento ya era otro, los besos eran nuevos, ¿los que no se dieron ese atardecer de gaviotas y confesiones se perdieron para siempre?
¿Por qué Estambul reflejado en unas profundas pupilas castañas me pone tan empalagosamente romanticón?
¿Por qué ahora, y sin venir a cuento, la existencia se emperra en enseñarme uno de sus lados más dulce?
¿Por qué veo unicornios alados rosas sobrevolando arcoiris brumosos?
Ay… yo tampoco sé que me pasa…