EL LADO OSCURO DE TOKIO
Nelo | January 20, 2016JAPÓN, ENERO 2016
Últimamente arrancar a viajar me requiere un mayor esfuerzo, nada grave o insalvable –tengo ya muy asumido la obligatoriedad del hecho de tener que marcharme- pero si costoso. Una vez de viaje, no me cuesta, va todo rodado, floto, lo que lo me cuesta es empezar, el inicio.
Cuando todo me va como el culo es muy fácil largarme. Me enojo, me cabreo, me entristezco, me desespero, y acabo pegando un buen portazo. ¡Ancho es el mundo!
Cuando todo me va bien, es diferente, me cuesta más, me hace falta más potencia para el despegue porque la gravedad que me impulsa hacia mi tranquila y placentera rutina es mayor. Dejar atrás a los niños, la pareja, que te rasquen la espalda, cosas así.
Tener que detallar, ponerme manos a la obra sobre cómo, cuándo y por dónde empezar exactamente me cansa, no son lo mismo las abstractas y esperanzadas ensoñaciones de un viaje futuro, que tener que concretar calendarios y horarios. Hacer el equipaje me resulta estresante, y eso que siempre es el mismo desde hace años, poca cosa que me sé de memoria, después que si para un hotel que reservo me equivoco y acabo pagando una noche de más, como un pardillo.
A continuación la despedida, un horror también, las despedidas tan sólo son bonitas en las películas, despedirse es tristísimo, sólo a los poetas les debe gustar las despedidas, se intenta sonreír mientras se llora, falta el aire, el puñetero tren no arranca nunca, la cena te sienta mal.
Después plántate en el aeropuerto, una yonki que te pide dinero, un policía que te pasa un algodón por la mochila a ver si contiene restos de no sé qué.
-Es por su seguridad, amigo.
-¿Y su madre?, ¿Bien?
Haz más colas, muérete de asco en los aviones, retuércete en el asiento, come la porquería de comida que te dan, toma paracetamol para el dolor de cabeza… es todo algo desagradable, incluso duro.
En el caso de viajar a Japón, las distancias son considerables, como en una broma, en la pantalla del gran avión que descansa y nos engulle a todos en el aeropuerto de París con destino a Tokio-Haneda marca 9999 kms hasta el destino, por lo tanto los tiempos son mortificantes.
Marcharte de un lugar en el que te va genial a otro cualquiera, requiere un esfuerzo extra. Como un cohete cuando despega conviene tener unos buenos propulsores porque si no eres atrapado por la órbita de unos labios ardientes, o quitando la épica de en medio, del sofá de tu casa.
No hay mejor combustible para una buena ignición que las ideas muy claras, la fórmula es simple: Eres un viajero, tienes que viajar.
Irse de viaje o no, es muchas veces una cuestión de prioridades. Todo se me pasa cuando la puerta se abre y asomo el morro “ahí fuera”:
-Disculpe, abróchese el cinturón, en breves momentos aterrizaremos en Tokio.- Frase gloriosa que ya quería escuchar.
EN TOKIO.
“El barrio donde habito, no es ninguna pradera, desolado paisaje, de antenas y de cables” J.Sabina
En Japón no todo es technicolor, Tokio no sólo es neón, plasma y alta definición. Hay barrios enteros semejantes a nuestras medianas ciudades que permanecen en semioscuridad por la noche, negrura acentuada aún más por el explosivo despilfarro lumínico.de otras partes vecinas, lugares con más frenesí, verdaderos oasis de actividad de una ciudad a la que no se le ve el final.
Estos barrios tranquilos permanecen en su languidez a lo largo del día también, y excepto si es la hora en la que se van o vuelven los trabajadores, humildes y cansados, en muchos casos pluriempleados, de ésos que duermen en el vagón del metro, estos barrios permanecen casi siempre como si fuera un festivo por la mañana temprano en una ciudad mediterránea, pausado y silencioso ambiente dominical pero de manera casi continua, a cualquier hora.
Silenciosos, sí. Tokio tiene zonas ruidosas, métase el lector en un salón de juegos de pachinko y verá de que hablo, pero no aquí, donde un silencio casi sahariano habita entre las calles grises de casas bajas y cables negros de postes de luz y teléfono, donde grandes cuervos graznan amplificados por esta calma urbana, y es hasta posible oír el sonido de nuestros propios pasos.
Si no brilla el sol, el color del cielo nublado gris plomizo y el de las calles y casas es todo uno.
Uno de estos barrios, el que yo conozco, se sitúa en torno a la Minami-Senju Station, en Arawaka, uno de los 23 barrios del centro del Tokio Metropolitano, y a mí su ambiente decaído y ralentizado, me gusta.
Por las calles puedes encontrar comerciantes de puestos viejos y empobrecidos, algunos templos, incluida una mezquita, convenience stores, tiendas básicas, casas residenciales, edificios minúsculos y estrechos de escasa altura, bicicletas aparcadas, hoteles baratos.
En Japón hay más de 200 mezquitas.
Cuando todos los trabajadores se marchan o vuelven de sus empleos y se meten en sus casas, por el barrio merodean ancianos, parados, algunos vagabundos, borrachos, expresidiarios inofensivos, algún extranjero que entra o sale de su hotel. Gente en cuclillas o sentada en la acera que no duda en hablar un rato con un forastero pese a no entendernos ni una sola palabra.
Una acera soleada de mi primera mañana japonesa, un tipo sentado al lado mío, charlando tranquilamente conmigo, bueno el charlando y yo escuchando. En japonés claro, yo sin entender ni una sola palabra pero eso no desanima a mi interlocutor de cuello de toro, cara hinchada sobre una chaqueta vieja de la que sobresalen dos gruesas manos con algunos tatuajes caseros.
Me citaba unas fechas y unos hechos, yo imaginando, por la pinta que tiene, que me cuenta cuando entraba y salía de la cárcel y porqué. Pero igual me estaba hablando de béisbol, o de su primo pequeño el del pueblo, imposible saberlo. Con las conversaciones en lenguas extranjeras puedes hacer lo mismo que con las canciones en inglés, te inventas la letra y te imaginas la que más te gusta. Cuando me pareció que no le cortaba la perorata, me levanté, me despedí y me fui. Sonreía.
Sólo tras visitar otras zonas de Tokio e indagar sobre ésta, uno se da cuenta que es una zona empobrecida, una especie de guetto. Un guetto algo especial, a lo japonés diría yo, esto es pobre, pero muy tranquilo y en absoluto amenazador.
Gente amable y sonriente, como en muchas otras partes del planeta. Cuando se aterriza aquí desde España, uno no se da cuenta de que esto es en realidad un guetto porque viene de un sitio peor y con más problemas. Japón, parece que tiene una tasa de paro del 3%, conseguida a base de pluriempleo basura de bajos sueldos y horarios agotadores. Efectos de la liberalización económica en Japón tras la última gran recesión.
Pese a que esta parte de Arawaka no es ningún ejemplo de fiesta, arrebato y despiporre, no está pasando una mala época, al menos comprada a otras que ha vivido. En este caso cualquier tiempo pasado fue peor. Cuando te preocupas por su historia aparece el porqué de estas carencias respecto a sus vecinos. Nunca fue un barrio afortunado ni mucho menos.
Imagina hace unos siglos, el Japón medieval y feudal de la época Edo, con sus samurais de afiladas y relucientes katanas.
Sus gobernantes creían que las fuerzas del mal venían siempre del noreste. Minami Senju, el barrio que ocupa este artículo está situado en el noreste de Edo, sólo los más pobres, los parias , los exiliados, vivían allí.
Se creó un enorme campo de exterminio, tanto que hoy en día cada vez que se va a edificar alguna carretera nueva de la tierra siempre salen huesos. De 100.000 a 200.000 personas fueron ejecutadas aquí entre 1600 y 1873 en un área un poco más grande de un campo de fútbol. Eso se llamó la ejecución Kotsukappara. Los mataron a la manera usual Edo: hirviéndolos, quemándolos, crucificándolos, decapitándolos y cortándolos por la mitad, sin ritos religiosos, fueron apenas semienterrados, sin marcas ni tumbas, los perros esparcían sus huesos, un infierno en una de las zonas más pobladas del mundo, una colmena de actividad humana de un millón de habitantes.
Según dicen el único consuelo de los condenados era la beatitud de la estatua frente a la que eran asesinados, llamada Neck Chop Jizo de 3´6 metros de altura.
Fuente: www.qjphotos.wordpress.com
Se la puede ver en el templo de Enmeniji y fue erigida allí desde el año 1741 hasta que el terremoto del 2011 la tiró al suelo rompiéndola, aunque creo que hoy en día ya está restaurada.
Esta oscura cabalgada por el pasado de Tokio, puro turismo negro, impresiona cuando se sabe que las mismas vías de tren están asentadas sobre los huesos. Hay una leyenda que dice que los conductores de trenes, cuando pasan por aquí disminuyen un poco la velocidad en señal de respeto. No puedo confirmar si es cierto.
Yo de toda esta historia me enteré después, su oscuro pasado, que por otra parte existe en todas partes del mundo –si miras bien debajo de tu culo y desentierras la historia, también está superpuesta por un montón sedimentos hechos de tragedia y huesos.
Pese a todo, pese a su negro pasado, a su presente grisáceo, y a su pálido futuro, a mí me gusta el barrio, y no estoy frivolizando ni ironizando, lo digo completamente en serio.
Me gusta pasear de noche por parques helados pegados al Río Sumida donde parejitas de japoneses hacen manitas mientras de fondo tienen el Sky-Tree, la torre de comunicaciones más alta del mundo con un haz de luz que parece un cíclope futurista.
Me gusta ver los diferentes niveles de circulación, el corte de la ciudad mostrando las diferentes capas, amalgama de autopistas, vías de tren, barcos. Uno puede estar mirando un gran edificio y de pronto aparece un tren de quince vagones que se mete por el tercer piso, mientras nudos de carreteras y avenidas te rodean con tráfico incesante. La megaurbe de Tokio que alcanza los 34 millones de habitantes contando toda su área metropolitana se muestra de manera constante en varios niveles. Siempre hay algo pasando a tu alrededor, por debajo de ti, o por encima de tu cabeza.
Si tuviera que recomendar un sitio a mi padre o a un íntimo amigo que quiera conocer Tokio, desde mi escasa experiencia, lo traería aquí, a los alrededores de Minami-Senju y le diría que se alojase en un hotel barato, sencillo y limpio.
Me gusta este barrio porque se puede dormir tranquilo, sin ruido y porque basta muy poco tiempo para que todo adquiera un carácter familiar, no estoy seguro de ser capaz de explicarlo.
Imagina una vinería muy pequeña de nombre italiano, en el chaflán de dos desangeladas avenidas, situada en el borde de Minami-Senju con Asakusa. Allí, cada anochecer, un mismo grupo de mujeres de edad muy heterogénea, cada día, hacen una pausa en sus vidas y se reúnen en torno a una barra, servida por otra mujer, a tomarse unos vinos. Las luces son cálidas, las mejillas sonrosadas, las risas a flor de piel. Yo sólo soy un extranjero al otro lado del cristal, ni me ven, hace frío, pero me gusta porque sé que mañana cuando pase estarán ahí, y sobre todo me gusta porque lo que veo es una verdad, algo cotidiano que me enseña un matiz de cómo es un lugar. Veo una costumbre, una manera de vivir en un grupo de mujeres en su día a día.
No es la frialdad de los impresionantes rascacielos de Shinjuku, hechos de medidas no humanas y como te descuides, incluso amenazantes.
No es el aluminio y el artificio del alto standing de Giza, que enseñan tal vez, apariencia, quizá falsedad.
Ni tan siquiera es la vertiginosa temporalidad –todo pasa en un segundo y ya ha cambiado- de Asakusa o Akibahara.
Es un grupo de señoras, cada una con su historia, que cada anochecer, toman vinos juntas, imagino que para endulzarse la vida, en uno de los no más ricos barrios de Tokio.
Eso es lo que es posible ver lejos del centro, en la periferia o en las mismas entrañas de la ciudad más humanizadas por la necesidad, por la supervivencia. Como elijo siempre habitaciones baratas, tengo la suerte de caer en lugares así casi siempre. Otra gente precisamente elige hoteles más caros porque lo que no quieren ver es esto, y los entiendo. Pero existen, son reales, esas mujeres, como cualquiera, necesitan ser felices, o al menos intentarlo, y si hace falta vino, se bebe vino.
Las zonas menos ricas de Tokio tienen una ventaja para contrarrestar la espectacularidad de las otras, y es que lo que se ve, es lo que hay. Somos personas, ¡carajo!, en demasiadas ocasiones lo que se ve es sólo lo que nos quieren mostrar, y a veces, no son honestos, maquillan, engañan, luces de neón que enseñan un bello envoltorio rellenado de nada, hecho de abismo y desasosiego. La insatisfacción del nunca acabar, el poder del consumo, la risa fría de la mirada feroz, los cantos de sirena de la posesión material, del “éxito”.
Olvidaos del sintoísmo, del budismo, del hinduismo, los nuevos dioses de Asia ya son otros, las plegarias ahora son menos necesarias que los billetes.
Pero es que esa otra parte, la del cuento de nunca acabar, la de la tontería, la de Armani y Louis Vuiton, la del desinfectante en las manos cada 10 minutos, la de ver quien lleva el vestido más caro, el coche más potente, cenas de cifras inmorales, la del “fóllame sin despeinarme”, también voy a ir a verla.
Porque quizá el lado oscuro no está tan solo en barrios de penumbra, donde siempre se nos ha dicho que se halla, sino que puede estar en mayor medida en los brillantes centros comerciales o en cualquiera de los altos pisos de los rascacielos de Shinjuku. El corazón más helado puede esconderse bajo encajes, medias de seda y una suave capa de maquillaje, el sumun de la no empatía puede llevar, y siempre nos lo están demostrando, traje, corbata y afeitado impecable.
También voy a ir a ver eso, quiero ver cómo es el verdadero infierno. Ya iré contando.