MATAR HIPPIES EN KATMANDÚ
Nelo | December 17, 2017Si te gusta viajar sólo la palabra Katmandú hace soñar, y enciende el deseo de visitarla.
Evocación de cuando esta ciudad era un lugar importante en una larga travesía, cuando los hippies buscaban siempre dirigiéndose hace oriente, un paraíso que se les antojaba imposible en occidente.
Mientras en Norteamérica se dirigían hacia el oeste, los europeos haciendo autostop, en las clásicas furgonetas Volskwagen, o en transportes como el famoso Magic Bus buscaban hacia el Este, en recorridos Londres-Katmandú.
And when you walk around the world, babe,
You said you’d try to look for the end of the road,
You might find out later that the road’ll end in Detroit,
Honey, the road’ll even end in Kathmandu.Cry Baby, Janis Joplin
Hoy aquellos hippies que aún sobreviven es difícil distinguirlos a primera vista de un jubilado que pasó toda su vida como contable en un banco.
Y digo a primera vista porque me refiero sólo a la apariencia, ya que quiero creer, y creo, que por dentro sentirán muy diferente.
¿Quién siente más nostalgia, el viejo hippie o el jubilado contable? ¿El que añora una vida -emocionante como mínimo- que se borró con el paso del tiempo, o el que echa de menos una vida que se da cuenta que nunca existió?
Katmandú, además de libertad, hachís y carretera, evoca montañas. Demasiadas cosas para Katmandú, sobre todo para una Katmandú que ya murió.
Porque hoy en día Thamel es como una galería comercial para occidentales saturados de Asia, de trekkings y de montañas, y en vez de a hachís huele a hamburguesas y patatas fritas, la carretera hasta aquí está cortada en Afganistán donde parecen que se hayan concentrado todas las desgracias del planeta, por no hablar de Pakistán, Siria o Iraq, y la capital nepalí es tan grande que hasta las montañas parecen muy lejanas. Incluso más lejanas de donde de verdad se encuentran. Ni se ven, ocultas entre colinas favelizadas, tráfico, humo y polvo en suspensión.
Los occidentales han tenido que cambiar el canuto en la boca por una mascarilla a la japonesa, y nosotros, que al principio, altivos y prepotentes, nos reíamos de eso, acabamos aceptando que tal vez no sea tan mala idea después de sacarse una buena pátina de mugre negra con tan solo lavarnos la cara, por no hablar de lo que queda en el pañuelo después de sonarnos las narices, y que anima a dejar la ciudad lo antes posible.
Aún así el nombre de Katmandú sigue ilusionando, como un lindo sambenito que lleva colgado del cuello. No ocurre igual con ciudades como Calcuta, cuyo mero nombre causa retortijones al aspirante a visitarla.
En nuestra imaginación, Calcuta podría ser el lobo feroz y Katmandú Caperucita roja, o mejor aún Alicia en el país de las maravillas. Pero en realidad, Calcuta no es ni tan loba ni tan feroz, y Katmandú podría ser una auténtica zorra desconsiderada.
Anochece en Katmandú.
Pero Katmandú tiene la suerte de ser escuchada en positivo, y lo cierto es que pese a todo, la ciudad se deja querer, incluso sin motivos para ello, lo que quizá le otorgue aún más valor.
Tal vez sea la mezcla absurda del mercantilismo más despiadado y una espiritualidad tan real como la supervivencia de muchos en un ambiente tan hostil.
No hablo de la tan cacareada espiritualidad como una bruma que inunda un paisaje, ni de ninguna magia general que flote en el ambiente. Nada de eso. Nadie levita. Aquí lo místico se concentra en lo pequeño, en el detalle.
Basta una piedra en una esquina para que sea un altar, un adoquín cualquiera manchado en el suelo, un árbol en una pequeña plaza, el contraste entre un río pestilente y la pareja de enamorados que cada día lo cruza, la simbiosis entre la mierda y la belleza. Pero recuerda, tal vez todo esto sea tan sólo “maya”, una ilusión. Palabras vacías. Un engaño. O, quizá Katmandú sea una vez más, un estado de ánimo.
Sin duda, mi foto favorita de Katmandú.
Nepal, seis y media de la mañana. Banda sonora de graznidos de cuervos y arrullo de palomas. Hace rato que ya no es de noche, una claridad agradable entra por la única ventana de nuestro ático alquilado a cinco euros la noche. La de los ojos marrones duerme. Desnuda. Auténtico y último Sangrilá.
Abajo, en el submundo, los primeros pitidos de los coches empiezan a recorrer las calles polvorientas mezclados con tintineos imprecisos, músicas extrañas, y conversaciones de personas.
Katmandú despierta, es su hora más dulce, la gente feliz confía en repetir su hazaña un día más, y los desgraciados confían en que todo pueda cambiar. Esa ilusión desaparecerá conforme se eleve el sol y Katmandú se muestre como es, una capital despiadada, seca y polvorienta, pero de momento, al olor del amanecer todos pujan por ello y sus frentes se manchan de colores carmesí y pétalos naranjas se enredan entre sus cabellos.
Yo sólo miro, observo, y me maravillo. Sé que pronto dejaré la ciudad. Tal vez mañana, tal vez no, por alguna inexplicable razón hemos postergado nuestra partida. Soy tan iluso que creo que ahí es donde radica mi libertad. Ahí y debajo de unas sábanas blancas. Pronto dejaré de escribir y tomaré mi premio, el amanecer es perfecto para ajustar cuentas con el pasado, para apretar las tuercas al destino.
To find a queen without a king;
They say she plays guitar and cries and sings.
La la la laGoing to California, Led Zeppelin
Y recordaré las risas, y los desayunos en la azotea, como dominando la ciudad perturbada de terremotos y saturada de injusticia, y la plaza donde nos colamos, y la calle azul de las farmacias, y el río asqueroso, oloroso y sagrado, y la calle de las motos donde soñaré con comprarme algún cacharro viejo y bonito, con el cual escapar de la ciudad petardeando, y el cine donde nunca vimos aquella película de Tollywood, y la zona nueva para los ricos, y los mercados locos y recargados, y uno de los mejores lassis de mi vida, y las calles con sus entrañas abiertas a cielo abierto, y las riadas de scooters y los autobuses gritones, y los viejos edificios apuntalados.
La ciudad es supervivencia y polvo. Ambos intensos y persistentes.
Thamel, la zona de los mochileros, es el barrio a evitar. Un perfume inventado para la ocasión, un gueto de aroma vulgar, huele a Lonely Planet, a uniformidad. No es una mentira, porque existe, pero casi. En todo caso irreal, un decorado. Lo peor de toda la capital. La deprime.
Fuera de Thamel, se encuentra la Verdad.
Verdad mugrienta tal vez, roñosa quizá, pero viva y enérgica, Katmandú se deja acariciar mientras te mancha con sus flujos, mientras hueles el humo de las cremaciones, mientras te subes al enésimo microbús camino de ninguna parte, mientras todo gira y me redimo entre unos muslos blancos de unas tierras lejanas, allí donde ahora mismo atardece, y el mundo es otro, más limpio pero menos colorido, más desinfectado, menos vivo.