BUSCANDO UN LOVE HOTEL EN SEÚL, COREA DEL SUR
Nelo | January 24, 2017El sol del invierno coreano no es suficiente para calentar las heladas calles de Seúl de principios de diciembre.
Nosotros, recién llegados, vírgenes en la ciudad, tratamos de encontrar un lugar para dormir. Esta vez no nos sirve cualquiera, ya que además de ser el primer día coreano de nuestras vidas, es mi cumpleaños, y buscamos algo diferente.
Suponiendo que al lector pueda interesarle cuantos cumplo, diré que estoy en esa edad en la que soy viejo para los jóvenes y joven para los viejos. Una edad tan fantástica o tan jodida como cualquier otra, no dramaticemos por favor.
La idea era llegar aquí sin alojamiento reservado y buscar aquí un Love Hotel, un hotel del amor.
Un Love Hotel es un hotel pensado para parejas, aunque puede usarlo cualquiera, cuyas habitaciones también se pueden alquilar por horas y en las que se supone todo propicia un encuentro amoroso, o cuanto menos, ardoroso.
Fantaseábamos con habitaciones que simularan un calabozo de comisaría, un vagón de metro, la casa de David El Gnomo, una mazmorra llena de cadenas, o cualquier otra de temática bien estridente y hortera, de ésas de colorines chillones mezcla de habitación de princesa de Disney y burdel de alto standing bizarro.
O, como mínimo, una habitación llena de espejos por todas partes y una cama tan grande que cupieran Blancanieves y los siete enanitos. Algo que fuera bien kitsch, estrámbotico, desentonado, incluso ridículo, ¿por qué no?
Ya me cansé de habitaciones de hotel anodinas, neutras y de fácil olvido, al menos por hoy.
Pero en un principio Seúl se nos comió. De un bocado y como a dos pardillos.
Aparecimos en la Seoul Station después de tomar el Arex, el tren que te trae hasta aquí desde el Aeropuerto de Incheon, la manera más económica y rápida de llegar a la ciudad desde el lejano aeropuerto, atravesando franjas de mar con la marea baja, autopistas, mega-estructuras y ciudades colmena incrustadas entre vaporosas colinas de bosques pardos atacados por las gélidas temperaturas.
Me gustan ciertos matices de esas ciudades colmena, me atraen cosas como el anonimato o la impersonalidad, y, en cierta manera, me parece gratamente liberador no saber ni el nombre de tus vecinos. Estéticamente también me atraen, me parecen el colmo de la simetría y de la artificialidad, como grandes calidoscopios, el no va más del orden y la planificación, la antítesis de la aldea africana.
En tu pequeño agujero rectangular, una pequeña cuadrícula de los gigantes de hormigón y cristal, prácticamente no existes.
“Como remedio a la vida en la sociedad me permito sugerir la gran ciudad. Hoy en día, es el único desierto dentro de nuestras posibilidades “.
Albert Camus
La Seoul Station es una gran estación de las interminables al más puro estilo asiático, muchos niveles, centros comerciales, exposiciones de arte, restaurantes.
Una especie de ciudad dentro de ella, cien mil personas pasan por aquí cada día, pero sus alrededores están, como casi todos los barrios de las grandes ciudades donde se ubica la estación central, algo degradados.
En su exterior, Seogye dong, un barrio popular enclavado en una colina entre chatarrerías y traperías. Si se tiene la mala idea de querer rodear la estación por detrás –es ridículo no atravesarla- veremos varias calles dedicadas a la ortopedia, desfasadas y mugrientas, el elevado número de ellas me temo que se debe a que proliferaron en tiempos de guerra.
No teníamos ningún alojamiento reservado, hacía demasiado frío y no supimos en ese momento localizar un love hotel por ninguna parte.
También estábamos cansados, veníamos de Islandia, dejado una niña en Valencia y dormido en Roma. Las once horas y media pasadas en el último de los aviones no contribuían a tener la mente clara y despejada. Así que bajé el listón de mis exigencias.
Fumábamos un cigarrillo en la zona permitida para ello en el exterior del edificio primigenio de la estación, terminado en 1925, cuando Japón ocupaba Corea y al que se le fueron añadiendo diversas estaciones a través del tiempo formando un colosal conjunto ferroviario.
Aquí, los adictos a la nicotina y alquitrán nos mezclábamos con algunos sin techo producto del capitalismo salvaje surcoreano, aunque en realidad no hay ninguna gran ciudad del mundo que no los tenga.
-Pasando de Love Hotel, lo dejamos para más adelante, de momento no sabemos distinguir ninguno, ni sabemos dónde están, y hace un frío del carajo.
Sumergido en la ignorancia y desubicación del recién llegado a una gran y desconocida ciudad, los carteles en coreano no ayudan a discernir si se está frente a una correduría de seguros, una lavandería, o el museo de entomología. Podría estar frente al más lascivo de los Love Hotel y no darme ni cuenta.
Miro a los sin techo pensando en lo banal de nuestras preocupaciones.
Una multitud se dirige hacia las escaleras automáticas camino de todas partes, nuevos mesías evangelizadores los arengan con discursos religiosos.
-Pero es tu cumpleaños, te hacía ilusión…
-De acuerdo, buscaremos un hotel algo especial pero fácil de encontrar.
Desde hace algunos años me gustan los grandes hoteles venidos a menos, me gustan esos sitios que rezuman gloria pasada pero decadencia actual.
Suntuarios pero pasados de moda, presuntuosos, amanerados, techos altos, muebles rococó, moquetas que ya debieron ser cambiadas hace años, los rayos de sol filtrándose entre cortinas rojas aterciopeladas iluminando el polvo en suspensión de una estancia algo anacrónica, pretenciosos con rasgos aún visibles de glorias pasadas, empleados serviciales con el uniforme lleno de lamparones, ascensores quejumbrosos, olor rancio de perfume barato, esas habitaciones que sin duda muestran que cualquier tiempo pasado sí fue mejor.
Tal vez me gustan por puro masoquismo, o tal vez porque me muestran un tiempo que ya pasó, como cuando uno entra en un lugar abandonado y cerrado desde hace muchos años, y aunque teñido de la pátina del tiempo, todo permanece intacto, y las cosas se han convertido en testigos mudos que cuentan mil historias, todas ellas, y en resumen, claros ejemplos de lo efímeras que son nuestras luces y nuestras sombras.
Regresamos a la Seoul Station, porque allí había wifi.
Localicé un 4 estrellas con unas críticas horribles, un precio tirado por tierra, y a seis paradas de metro de dónde estábamos. Y con unas fotos determinantes.
-Mira, esto es parecido a lo que me gustaría…
-Como tú quieras, es tu cumpleaños.
A estas alturas la de los ojos marrones ya me conoce y se deja arrastrar por concederme el capricho.
El barrio de Itaewon está pegado a una gran base norteamericana que en un pasado no demasiado lejano albergó 30000 soldados estadounidenses, por lo que se convirtió en el “barrio rojo” de Seúl. Hoy en día está cifra es mucho menor e Itaewon es ahora un lugar muy cosmopolita con tiendas y una intensa vida nocturna que nosotros no supimos encontrar.
Pasearemos lo que podamos por sus calles antes de acabar muertos de frío buscando comprar “Castella” a modo de tarta de cumpleaños.
El Castella es un bizcocho adaptado a los gustos del extremo oriente que fue introducido por los portugueses en la zona por el puerto de Nagasaki en el Japón del siglo XVI, conservando hasta hoy en día el nombre casi original de “pao de castela” o pan de Castilla, conocido en otros países como pan español.
Su desproporcionado tamaño y las largas colas de gente esperando para comprarlo llaman la atención de la de los ojos marrones, pero como Murphy nos ama, cuando llegamos ya han cerrado, y acabamos cenando un vaso de cerveza con un platito de carne y verduras encima.
Otro pequeño fracaso.
De pie y al lado del furioso tráfico.
-Vaya cena de cumpleaños…
-Sí, no te quejarás, es muy mochilera.
-Tranquilo, que hoy tendrás fiesta…
Esa sonrisa ya la conozco.
Parejas de coreanos pasan a nuestro lado intentando salvar esta fría noche de domingo. Sus ropas son oscuras, los neones de colores fosforescentes parpadean en un caótico concierto luminoso, los árboles pelados de invierno, sus ojos, en ocasiones tan rasgados que apenas forman una línea horizontal.
Pasearemos por Seúl sólo un par de días, con la sensación de ir detrás de ella sin llegar a alcanzarla.
Seúl se deslizará entre nuestros dedos, ambigua y resbaladiza, sabiendo que oculta mucho más de lo que nos muestra, con una conciencia plena de nuestra ceguera ante una cantidad de detalles infinita. Imagino que hará falta más tiempo para que se deje desabrochar la blusa. No le daremos la oportunidad, dos días después escaparemos hacia Busán, buscando el sur y una temperatura más humana.
Pero esa noche daremos una vuelta rápida –tengo prisa- por una zona más animada.
Oriente, extremo y urbano en su máxima expresión. Deambulamos sin rumbo y con miedo a que nos cierren el metro.
-Oye, ¿dónde fuiste cuando hice la siesta en el hotel?
-A por tu regalo de cumpleaños.
-Vaya, ¿y lo encontraste?
-Sí cari.
-¿Y no me lo puedes dar?
-No es exactamente de dar, tendrás que esperar a que volvamos al hotel.
-No me digas -Trago saliva- Mejor volvemos ya, el metro estará a punto de cerrar.
A esas horas el metro estaba lleno de zombies cara al teléfono, expresiones mezcla de cansancio y borrachera, exotismo y carteles ridículos.
Dejamos Corea del Sur al otro lado de la ventana de triple cristal de la habitación del hotel. Enciendo sólo las luces necesarias para que todo permanezca casi en penumbra y para no partirme la crisma contra la esquina del espejo del aparador rococó.
La de los ojos marrones sale del baño con mi regalo de cumpleaños puesto y se me pasa el jet lag de golpe. Tengo que acordarme incluso de respirar.
¿Alguna vez habéis tenido la suerte de que os ataque una pantera negra?
Lástima que ahora que empieza a ponerse interesante llegue la parte del post que no se puede contar.
Esa noche el planeta entero se condensa entre las cuatro paredes de la habitación de un hotel de lujo venido a menos.
Seúl da vueltas a nuestro alrededor, pero, a quién carajo le importa.