ISLANDIA. HOFN, Y OTROS ORGASMOS ESPIRITUALES.
Nelo | February 16, 2017La población de Hofn, está situada en el sureste de Islandia, en una lengua de tierra del único estuario navegable del país.
Empotrada entre el océano y las grandes montañas de esta región, donde los hielos del glaciar más gordo de Europa, el Vatnajökull, tan grande como la provincia de Almería, escapan buscando el Atlántico en gigantescas lenguas blancas de témpanos congelados.
Glaciares, por si no fuera poco, con todo un sistema volcánico en sus tripas, erupciones que provocan enormes inundaciones, ríos cargados de sedimentos, creadores de los sandar, planicies negras, inhóspitas y barridas por el viento.
Höfn, es un puerto pesquero que hoy permanece bajo un cielo encapotado gris oscuro que no logra, pese a querer ensombrecerlo a conciencia, ocultar la majestuosidad del paisaje que lo rodea, si no que incluso lo ensalza, recordando al viajero en todo momento dónde se encuentra, bello, duro, salvaje, oscuro, y septentrional invierno.
Añádase un océano que bate la costa sin miramientos, con un ímpetu que parece obedecer algún mandato divino apocalíptico.
De hecho no hay ningún otro puerto en toda la costa sur islandesa hasta cientos de kilómetros más al oeste, en Þorlákshöfn. (pronúnciese sin escupir, gracias)
Pese al entorno asalvajado, las quietas aguas de la laguna Hornafjörður libran de estas fuerzas al puerto de Hofn, donde se percibe una clara quietud, como si la niebla helada pudiera congelar el entorno envolviendo el pueblo en un bucólico sosiego.
Allí llegamos un temprano atardecer del mes de diciembre, en plena cresta de la ola de nuestro viaje, con el alma ensalzada y los chakras más o menos bien alineados después de haber pasado la mañana en Jökulsárlón, laguna glaciar donde los sueños y visiones del gran norte, ese que uno se imagina lleno de témpanos de hielo, se muestra como una escenario puro, natural, e inaudito.
Es, al menos en mi caso y en el de todo aquél que haya leído libros de aventuras y expediciones polares hasta hartarse, un paisaje que encierra toda la épica y la lírica de aquellos relatos de viajes imposibles, nuestro sueño hecho realidad, pero a pie de carretera y accesible en zapatillas, vaqueros y rodeado de la familia entre el desayuno y la comida.
Podrás pasear con niña de la mano por la orilla, tu barco no se hará astillas destrozado contra el hielo, tus hombres no sucumbirán ante el escorbuto, tampoco habrán ventiscas capaces de congelar tu orina antes de que aterrice, ni te tendrás que comer la suela de tus botas.
“Una vez fuera de la tienda, alcé la cabeza para mirar alrededor, pero entonces descubrí que no podía bajarla. Llevaba allí unos quince segundos, y la ropa se me había quedado rígida, por lo que me pasé cuatro horas arrastrando el trineo con la cabeza levantada. A partir de entonces tuvimos cuidado de agacharnos para ponernos en posición de arrastre antes de que se nos helara la ropa”.
El peor viaje del mundo. Apsley Cherry-Garrard
Pocas, muy pocas veces, se ofrecerá un lugar como este con tan directa accesibilidad.
Los adjetivos a utilizar por todo el que quiera describir un paisaje semejante serán un reto, un quebradero de cabeza que sin un esfuerzo supremo, que en mi caso no pienso realizar, dará la razón a los que dicen que una imagen vale más que mil palabras, cargándose de un solo click, todo el romanticismo de la literatura. A la mierda el lenguaje humano. Embrutezcámonos. Aullemos como lobos salvajes, gruñamos como vikingos al ataque, ronroneemos como gordinflones leones marinos en una playa al sol. Las palabras nos han traído hasta aquí, la comunicación es un camelo, recorramos el camino en sentido contrario ahora, digámoslo todo sin pronunciar ni mú, benditos aquellos que hacen voto de silencio.
La razón por la que un hombre habla es ocultar sus pensamientos.
Estación atómica. Halldor Laxness, premio nobel de literatura islandés
Pero para los que necesitan palabras y para no poner, consecuentemente, punto final a este artículo, tendré que continuar.
He cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer. No he sido feliz. Que los glaciares del olvido me arrastren y me pierdan, despiadados.
Jorge Luis Borges. Amante de Islandia.
Yo no sé si Islandia podrá hacer feliz al viajero que decida recorrer el país, porque yo aún no tengo claro si la felicidad te inunda desde fuera, golpeándote como el viento del norte, o se lleva puesta por dentro, como esas braguitas que te gustan tanto.
Lo que sí que hará esta isla extrema y humeante será colmar las expectativas del visitante.
En una misma mañana podrás ver dos o tres cataratas de cuento de hadas, admirar embelesado el verde infinito y psicodélico del musgo que crece en los campos de lava, sentir la inmensidad en las oscuras arenas de los desérticos sándar, o frotarte los ojos frente algún glaciar deshaciéndose en lagunas de cristal, para terminar con ganas de comulgar en un profundo coito espiritual con el planeta entero en alguna playa desolada con clara reminiscencia de los albores, o final del mundo.
Y todo ello lo recordarás por la tarde, sumergido en aguas termales al aire libre, en la piscina azul de cualquier pueblo mientras la nieve te hace cosquillas en tu nariz emergida, y los copos caen surgidos de la oscuridad de la noche naranja.
Piscinas de Hofn.
Porque pienso, y tómese como consejo –horrible palabra, lo sé, suena a pendejo- si se estima oportuno, que no hay mejor cosa que hacer en invierno en Islandia cuando oscurece allá a las 4 de la tarde, que poner tu emocionado cuerpo a remojo en la piscina de turno.
Exceptuando tal vez, escribir una obra maestra y revolucionaria, yacer en un mullido lecho con un par de islandesas, o la papiroflexia. O sea cualquier cosa, pero ya me entendéis.
Piscinas calientes y hospitalarias como el vientre materno hay por todas partes, sus precios no te dejan temblando y el placer que producen entra de lleno en lo libidinoso, incluso en lo místico. El baño en ellas transciende lo físico y casi llega a lo espiritual, suponiendo una experiencia tan intensa como pudieran ser los baños árabes o turcos, los onsen japoneses o los jjimjilbang coreanos, con la particularidad además de disponer de una piscina grande para poder nadar.
Otras pequeñas piscinas, desde las ardientes hasta las completamente heladas, irán reconfortando cuerpo y espíritu, siendo el truco para evitar el achicharramiento o la congelación de tus miembros, una individualizada combinación exacta del tiempo que pasas en cada una de ellas.
También habrá saunas e instalaciones completamente lúdicas, con juegos infantiles y grandes toboganes, que imagino también serán para los más pequeños, porque yo me he tirado por ellos y la experiencia me pareció un poco fuerte, especialmente a mi coxis golpeado y a la piel quemada de mis codos.
Aunque cabe la posiblidad de que no conozca la técnica de deslizarme sin parecer un arenque retorcido y resbaladizo a una velocidad estratosférica por unos túneles de inclinados plásticos, para acabar estampado contra una piscina demasiado pequeña y con muy poca agua, donde desaparece la poca dignidad que te pudiera quedar, acabando hecho un ovillo, magullado, mojado y enseñando la hucha.
En sitios pequeños como Hofn, de unos 2000 habitantes, es además una manera sencilla de relacionarte con los islandeses, relajados, calentitos y predispuestos a la charla, si tienes la suerte de que no hayan visto tú patético descenso y zambullida. Centros neurálgicos del placer, enseñan la cara más agradable del país.
“Home is where the pool is”. Piscina de Keflavik.
Pasamos solamente unas horas en Hofn, es un pueblo joven, fundado por un comerciante a finales del XIX, grandes y bonitas casas con adornos luminosos navideños demuestran una prosperidad venida sobre todo del la pesca y el turismo. Los islandeses se acercan al invierno tras grandes ventanales y se aíslan de él sobre suelos irradiados de calor geotérmico, la combinación perfecta.
Damos una vuelta en coche, cambio dinero en el banco donde una mujer, tan simpática como rolliza, me invita a unas galletas que dice que son para celebrar la cercana navidad, vamos al súper donde parecemos paletos escandalizados ante una baquette de 4 euros, y en un momento de despilfarro y frenesí compro un trozo de salmón para mi padre.
Después nos vamos a comer y pasear por el puerto. La comida consiste en unos sándwiches enlatados dentro del pequeño coche japonés de alquiler, el viento lo mece como si fuéramos en tren.
El paseo dura poco, hace lo que un soriano calificaría como fresquito, aún así a la de los ojos marrones le da tiempo a hacer de las suyas.
Un barco de pescadores está repostando gasoil, arranca y en un preciso y vistoso viraje traza una bonita curva hasta atracar en un muelle cercano.
-¿Has visto eso? Quiero hacerme una foto con ellos- Dice mientras abre la puerta del coche y se lanza al exterior.
Tengo que salir detrás de ella, disparado, ya que me asignó el puesto de fotógrafo. El barco se llama Cleopatra Fisherman, bajo al muelle siguiendo su culito saltarín, en el barco veo al menos dos tripulantes. Son jóvenes, rubios y guapos. La de los ojos marrones de tonta no tiene nada.
Aunque de inoportuna tal vez sí. Pillamos al pescador con un pez enorme en la mano, lo corta, y justo en el momento que termina de limpiarlo y partirlo en dos, la de los ojos marrones le habla:
-Disculpa, por favor, podría hacerme una foto contigo.
El chaval, que no había dado cuenta de su presencia da un respingo cuando la ve, y la mitad del pescado se le resbala por la borda.
El pez se hunde en la aguas del puerto. Y a mí, me gustaría hundirme con él.
-¡Ay! Lo siento, lo siento…-
Espero una seria reprimenda cuando veo que el chaval se acerca a ella para hacerse la foto, sonríe y hasta bromea.
Su compañero dice algo así como qué capullo, pero en islandés, y ríe.
Yo, que en todo momento he intentado permanecer en segundo plano, no consigo hacer como que no la conozco, y alzando la mano farfullo una disculpa, y me embuto en mi capucha en busca del anonimato y de la foto.
Salimos de la escena del crimen, las luces de Hofn se reflejan en las aguas tranquilas del puerto.
-¿Lo ves? La vida funciona normal mientras yo no intervenga -Me dice sobre un fondo de graznidos de gaviota. Algunos mechones rebeldes de su pelo castaño se agitan al viento helado del océano.
-No te preocupes, total, ¿en un buen restaurante islandés ese pescado qué podría valer? ¿Doscientos o trescientos euros?
No parece que mis preguntas le reconforten demasiado. Para animarla le digo:
-Tranquila, la vida es una sucesión más o menos continua de cagadas.
-Eso parece…-Y me mira inquisitivamente.
Fuente de este gif: loyno.louislibraries.org