RUMANÍA ENTRE VAPORES ETÍLICOS
Nelo | April 1, 2015Dos días fallidos de asalto al tren de los leñadores, el famoso Mocanita que parte desde Viseul de Sus, aquí en Maramures, la región más septentrional de Rumanía, hacen que acabe cabreado cada mañana, gritando en medio de la calle de un helado y fronterizo amanecer rumano, diciéndole a la de los ojos marrones que yo pillo ese tren por mis atributos sexuales masculinos. No pasa nada porque de momento le gusta mi lado más macarra, eso dice.
Además el camino de regreso al hotel es tan largo y hace tanto frío que me da tiempo a que se me bajen los humos. Por no hablar de que al pasar por un cementerio me doy cuenta que todos estos tampoco se subirán hoy a ningún tren. Ni hoy ni nunca.
Puedes pensar lo que quieras, pero me reconforta, por eso me gustan los cementerios de muros bajos y contenido visible que me escupen a la cara lo relativamente gili que soy. Porque hasta la gilipollez es relativa.
Dos días fallidos porque no hemos podido subirnos al tren, pero aprovechados.
No hemos podido de momento tomar ese tren pero hemos aprovechado para tomar otras cosas, la de los ojos marrones, por ejemplo, aprovechó el primer día de asueto para sumergirse en el delirio etílico del palinca, aguardiente de ciruela local, puro fuego de Maramures.
Llamado en el resto de Rumania tuica. De efectos sorprendentes.
Estos hechos animaron bastante la tarde hasta que, de nuevo, la aspirante a campesino rumano bebedor de aguardiente decidió devolver todo lo tomado a la madre tierra, como en un involuntario y espasmódico tributo de ida y vuelta. De ella venimos y a ella regresamos.
Después se trató de que no se le notara la cogorza al llegar al hotel, fácil porque es pequeñita y pude taparla y pasarla como si fuera mi mochila, mientras sonreía a los camareros e intentaba que no se me notase nada a mí tampoco. Una vez arriba, puse música para que no se escucharan los profundos sonidos guturales que emitía desde el baño y me mantuve entretenido en sujetarle la cabeza no se fuera a partir una ceja contra el inodoro, que de verdad es buena chica y yo me la estimo pero un montón. Y no tenemos seguro de viaje.
Tras semejantes hazañas quedó profundamente dormida, por lo que yo esa noche, por fin, pude descansar.
Que lo de viajar en pareja está muy bien porque hace siempre menos frío y si tienes suerte hasta te rascan la espalda, pero es agotador, muy cansado. A menos que se esté felizmente casado, que ya sabemos todos lo que hay, o mejor dicho, lo que no hay. En cierta manera, envidio a esas parejas de casados que pueden irse de viaje y duermen, roncando como benditos a los cinco minutos de haber llegado a la habitación del hotel, sin tener que declarar la tercera guerra mundial al cabezal de la cama ni tener que pegarle fuego a las sábanas, para escándalo de todo el hotel y adyacentes.
Los veo por el rabillo del ojo en las otras mesas, aburridos y tranquilos, sin cruzarse la palabra en las comidas, a veces, ni tan siquiera mirarse, mientras yo tengo que mostrarme divertido, perspicaz e inteligente contando chorradas sobre mi último viaje a Jonolulú, prestar atención a lo que se me dice, comer sin parecer un cerdo y estar atento no se me vayan los ojos detrás del culo de la camarera cada vez que pasa, entre otras cosas. Agotador.
El segundo día de asueto, como nos vuelven a dar con el tren en las narices, y ya que el palinca no deja resaca, lo dedicamos a viajar a Bagdan Voda, haciendo autostop a falta de transporte público, ya que la de los ojos marrones nunca, en toda su vida, ha hecho dedo. Jamás.
Trato de imaginarme una juventud en la que nunca se tuvo que hacer autostop, pero no lo consigo.
-Cariño, no sé qué carajo has estado haciendo toda tu vida- Está ahí plantada, en el arcén de la carretera, con el dedo preparado, una bonita foto, lástima que no pase ni un solo coche.
-Gracias por recordármelo –me dice- verás, está muy bien hacer autostop, si por aquí pasara alguien…
Al menos el paisaje es bonito. Campos casi verdes, montañas al fondo y murmullos de río. Y un sol y un aire de primavera, virgen, recién estrenado y sin complejos.
-Tú aguanta, escucha, las mujeres lo tenéis más fácil -Le digo.
Mientras me como un sándwich, de hecho, he elegido este sitio después de andar un rato porque hay un banquito y puedo almorzar tranquilo.
Pasan dos coches, no se detiene ninguno. Se desespera.
Yo no he terminado aún de comer, en cierto modo me va bien.
-Proyecta buena energía, cari, todo depende de la vibra, páralo con la mente y con el corazón -Le digo. La verdad es que me estoy divirtiendo.
El caso es que no sé que hace, pone cara de no va a servir de nada, vuelve a levantar su bonito y femenino dedo y el siguiente coche que pasa se detiene. Es un Bmw negro conducido por Georghe, vegetariano, constructor, le caemos bien, él a nosotros también, acabamos en su casa comiendo y hablando, tienen dos hijos, uno vive en España, otro en Sibiu, pero ya se hizo una casa bien grande para ellos también cuando decidan volver. Todo lo que cultiva es bio, nos dice, no le echa ningún producto a nada, nos regala un litro de zumo de manzana.
Su mujer y él forman una pareja de éstas que rezuman bondad, no sé si se me entiende. Ángeles del camino, o una horterada parecida les llaman los más cursis.
Bogdan Voda es un pueblo situado en una zona rural de bonitas colinas y montañas de escasa altura, debe su nombre a un guerrero, un rey que en el siglo XIV fue el primero en conseguir que esta zona fuera independiente de Hungría y hoy en día es un lugar visitado por su iglesia de madera, del siglo XVIII, declarada patrimonio histórico por la Unesco.
Que a ver, a mí la Unesco me la trae floja, pero la iglesia es muy bonita, los alrededores de ella un interesante y antiguo cementerio con tumbas del XIX y el pueblo un lugar muy sugestivo, sobre todo en su salida hacia Viseu de Jos, donde se puede apreciar muy bien la vida rural de esta región.
Si a la ida nos para el tercer coche al que hacemos autostop, a la vuelta es el primero que pasa el que nos lleva, es un señor en un Dacia que ya lleva a una señora, yo creo que sé distinguir en Rumania los coches que esperan algo por llevarte y los que no, al ofrecerle a este señor nos dice que no la primera vez y acepta a la segunda.
Me gusta que la de los ojos marrones haya podido comprobar que en Rumanía el autostop funciona y que normalmente no es una actividad que entrañe más riesgo que el quedarte tirado varias horas al borde de una carretera.
Que lo puede hacer cualquiera y que no hace falta ser un hippie que se haya pasado en calzoncillos los últimos doce años a pie entre Benarés y Goa para practicarlo, y que, además, los conductores que paran suelen ser muy buena gente y no asesinos en serie con la motosierra preparada en el maletero. Ni viceversa.
Después de esto, ya de regreso en Viseul de Sus, tomamos un chocolate caliente, pues la de los ojos marrones no quiere volver a oler el palinca mientras dice nosequé de toda su existencia. Y cuando ya de vuelta al hotel, la animo a pasar por donde se supone que arrojó sus excesos etílicos y que comprobemos que aún siguen allí, por alguna extraña razón, se niega rotundamente.
-A mí me da igual –le digo sonriente- porque cierro los ojos y es como si estuviera viéndote.
No sé porqué intenta romperme las costillas con su codo…
Y es que los viajes dejan recuerdos imborrables.
Y yo creo que todos nosotros vamos dejando pequeños trocitos de nosotros mismos allí por donde pasamos.
Como si al rodar por esta enorme y pétrea bola nos fuéramos desintegrando poco a poco, como meteoritos en continuo roce con la atmósfera.
No quedando nada más que una bonita, efímera y brillante estela de luz.