CUANDO ERA MÁS JOVEN. ATRAVESANDO EUROPA
Nelo | February 11, 2016Valencia-España en 1994.
Dejé mi trabajo y mi novia me dejó a mí, y yo, como un tonto, no podía soportarlo. Digo tonto, porque con el tiempo me dí cuenta de lo pava que era, que le den, no valió la pena amargarse más allá de un par de versos, y no lo hubiera hecho de no haber estado tan rebuena.
La carretera es mi hogar, no pertenezco a ningún lugar.
Las ruedas hablan al girar de algo que no puedes descifrar
El camino es mi destino, la autopista es mi camino
nada puede hacerme regresar.*
Había dejado mi trabajo, listo de mí, porque no podía soportarlo. Cuando tienes un trabajo insoportable la vida se convierte en una pesadilla.
Trabajaba desde los 14 años en sistemas de seguridad, alarmas y todo ese rollo. A mí, sinceramente, los sistemas de seguridad me importan un carajo. Como nadie ni nada dependía de mí, pude dejarlo.
Entonces yo tenía 23 años, y una moto muy gorda que esperaba, paciente, en un oscuro garaje.
Y el tiempo siempre pide más pero el asfalto no tiene final.
Y la frontera queda atrás, cerrando puertas que no se abrirán.*
*Letra Viento Salvaje-La frontera
Valencia se me había acabado, me la había comido entera y del tirón, le había roto los huesos y extraído hasta el tuétano. Reducida a cenizas, la ciudad se me aparecía hueca, insoportable, con un “game over” parpadeante por encima de todas cosas, los días transcurrían entre apretar los dientes y tragar saliva.
Saliva amarga, la del fracaso, la del tedio, la de la melancolía.
Y la autopista es un volcán cuando tus labios hablan de volver
Es lo mejor para escapar cuando no tienes nada que perder*
Entonces no existía Internet ni viajeros animándote a viajar haciendo listas de las 20 razones por las que viajar en solitario es maravilloso, ni nadie diciéndote cómo ganar miles de euros a los 15 días de estrenar un blog mientras tres thailandesas te friegan en un espasmódico y lubricado body-body, ni plastas auto-ayuda cobrándote por sus consejos, y amenazándote con que si no lo dejas todo y te das 10 vueltas seguidas al planeta a la pata coja eres un miserable cobarde y un gusano sedentario.
No existía ni tan siquiera la pornografía geográfica de Google Earth.
El mundo era un mapa abstracto apenas esbozado por unos cuantos libros viejos, manoseados y más o menos llenos de polvo en la biblioteca municipal, y unos cuantos documentales en televisión, casi siempre etnográficos o de naturaleza.
Ser mochilero aún no era ni una definición de una manera de vivir, ni motivo de orgullo.
Inadaptados, apenas éramos unos colgaos, buscándonos la vida y deambulando con más o menos dinero.
Siempre aislados en nuestro lugar de origen, tipos solitarios que acaban encontrándose y reconociéndose en diferentes lugares del planeta, muchos de ellos auténticos mapas en blanco en nuestra cabeza antes de llegar a ellos. Lo de los hippies había terminado también, hace mucho, en el pleistoceno, quedando tan lejos como pueda quedar ahora mismo.
Les dije a mis padres que me iba a trabajar a Suiza. Les mentí. Tal vez me mentí a mí mismo también.
La gordita, así llamaba a mi moto, y yo pasamos muchos kilómetros juntos durante mucho tiempo, la acabé malvendiendo para pagar el alquiler de una casa en la que nunca fui feliz, pero eso pasó después, mucho después.
Estaba despidiéndome de mis padres, lloraban cuando los dejé atrás mientras me decían adiós con las manos en alto una soleada y mediterránea mañana de octubre.
Bajo del casco yo también lloraba, y seguí llorando mientras engranaba las primeras marchas ya en la autopista A-7, gran amazonas de asfalto que siempre me llevaba tan lejos como yo quisiera.
Dejé de llorar al meter la quinta, llevé el cuenta-revoluciones hasta la zona roja, cuando la sexta me catapultó de una buena patada hacia mi incierto futuro, si alguien hubiera podido verme, hubiera dicho que ése que sonríe tanto es un tipo feliz.
Dale gas. No puedo parar.
Mi cara contra el viento nunca me hará regresar.
Dale gas. No puedo parar.
El viento salvaje se ha llevado mi equipaje.
Dale gas.
La moto era de las que corrían de verdad, y yo tenía prisa. Prisa por todo, prisa por huir, prisa por vivir, el mañana era cosa de viejos, yo lo quería todo y lo quería ya. Era un chaval, disculpadme el atrevimiento, y los adelantamientos.
No volví a llorar hasta plantarme ante aquel maldito e infinitamente hermoso lago de Interlaken. Era la quinta vez que estaba allí pero la primera que lloraba a moco tendido. Cada una de las otras cuatro veces las risas revoloteaban en torno a mí y resonaban en las montañas, gracias a mis padres, a mis amigos, a una amiga, y a la zorra de mi exnovia, en este orden.
Estaba solo esta vez, la moto, aparcada y minimizada en una esplendorosa naturaleza alpina, quedaba reducida a un cacharro inerte con tripas de metal y aceite negro.
Antes de llegar allí ocurrieron cosas, propias de un viaje por carretera, ninguna grave, de ésas que cuentas a los amiguetes mientras te tomas unas cañitas en el bar de la esquina.
-¿Y te tocó pagar la autopista entera como si vinieras desde París?
-Sí, es que el día anterior para las motos era gratis en toda Francia por una carrera famosa que hacían, y al siguiente yo creía que también, apreté el botón del peaje, pero no salió ticket, y tiré para adelante. Cuando saltó la alarma de la autopista supe que algo iba mal, pero continué.
-Eres un pardillo…
-Y a tu hermana…¿qué tal le va?
O de ésas que cuentas a tus hijos, en torno a la chimenea:
-Papá, ¿todos los franceses son gilipollas?
-No hija, en absoluto, sólo algunos. Tampoco tienen la culpa ellos, ocurre en todas partes, normalmente cada país se cree mejor que los demás.
-¿Y por qué ése señor no te dejaba entrar al albergue a dormir?
-Pues quizá porque era muy tarde, y en Francia se acuestan temprano, o quizá porque Hanz, un motero sueco que conocí, él iba al sur, yo al norte, apenas podía sostenerse de pie de lo que habíamos bebido esa noche. Hay gente que tiene miedo de los moteros con cientos de mosquitos aplastados en su cuero negro y sonrisa bobalicona.
-Pero ya teníais vuestras cosas en la habitación de por la tarde y ese señor estaba levantado junto a la puerta…
-Ya, lo sé, tal vez ése fuera un poco de los gilipollas.
En el macizo suizo de Junfraujoch, situado en el Oberland Bernés se pueden hacer miles de cosas, puedes visitar cuevas de hielo bajo glaciares con esculturas talladas en su interior, recorrer verticales ríos que van por dentro de una montaña, tomar vertiginosos trenes cremallera, teleféricos, visitar pueblecitos de mucha altura donde están prohibidos los vehículos de motor mientras caminas por unos valles, lagos y bosques de ensueño, y las cascadas se precipitan al vacío desde las cumbres más nevadas.
Interlaken, donde voy a dormir, es un lugar de ésos que dicen con un magnetismo especial al hallarse situado entre dos lagos, el Thunersee y el Brienzersee. Y estoy de acuerdo. Al parecer los primeros en notarlo fueron unos monjes que construyeron aquí una antiquísima abadía. Pienso que sí, porque yo mismo he sido atrapado en un bucle que me llevó siempre a Interlaken durante años.
Paso dos noches en la ciudad, recordándolo todo y viendo alguna cosa más. No estoy solo, tengo allí una amiga que conocí en una ocasión anterior, ella y su novio pasan temporadas entre la India y Suiza, le cuento lo que llevo escondido dentro del saco de dormir.
-Mira Nelo.- Es una habitación toda de madera, muy típica, mesa con mantel a cuadros, una vela y sus ojos azules, mirándome de una de las maneras más maternales que me han mirado en mi vida. Ella es muy bonita. Afuera se oye el viento colándose en el callejón y las estrellas brillan en el cielo dejado entre una casa y la otra.- Me gusta tu energía, me recuerdas a mi novio cuando éramos jóvenes y él tuvo que vender su amado coche clásico para irnos a vivir a la India.
La dejo hablar, ella tiene un silencio que no pesa, lo usa, mientras fumamos sigue diciéndome:
-A mí novio le hacen mucha gracia las chicas con las que vienes, dice que son mucho más guapas que tú, no se lo explica -exagera en usar el plural genérico, sólo conoce dos- y que siempre estés con la moto arriba y abajo -Hace una pausa para cambiar de tema, se pone más seria- No sé si eres consciente del lío en el que te puedes meter llevando eso encima. ¿Sabes cuántos años te pueden caer por esto?
-Créeme, lo sé, y lo estoy pasando tan mal que no pienso volver a hacerlo en mi vida.- Se lo estoy diciendo completamente en serio, y lo nota.
-Me lo voy a quedar yo, no quiero que te pase nada malo, dime cuánto quieres.
Se lo digo, no me regatea, me lo da. Cumpliré mi palabra, nunca, jamás en la vida, volveré a cometer una estupidez semejante. Ahora tengo dinero para una temporada.
Después de eso me siento ligero como una pluma, pero que enrevesada es la existencia, al día siguiente ocurre algo que vuelve a perturbar mi recién adquirida paz.
Estoy desayunando junto a la ventana, enfrente de ella, al otro lado del estrecho callejón, otra ventana, bien grande y abierta de par en par, dentro una mesa, complemente llena de fajos billetes, francos suizos, una cosa exagerada, nunca había visto algo así, una cantidad de dinero amontonado enorme, pero ahí no acaba la broma, fuera, apoyada una escalera, una escalera que llega justo hasta la ventana abierta, no tendría ni que moverla.
Surrealismo puro. Cuánto me hubiera gustado ser un ladrón. Nunca jamás ladrón alguno lo tuvo tan fácil. Pero ni loco, aún no he salido de una y me voy a meter en otra, así que me voy, meto las cosas en la mochila, me despido, arranco la moto y me largo.
Cruzo a Austria. Austria es un país en el que había estado pero no me había enterado de haber estado. Imagina, recién sacado el carnet, tres amigos de 18 primaverales años sentados en una acequia de un barrio de la periferia de Valencia, naranjos, olor a azahar y edificios en obras:
-¿Qué hacemos este verano?
-Vámonos por ahí, yo pongo mi coche.
-Vale,¿dónde?
-A Suiza, allí hay unas montañas que te cagas.
-Bueno…
-Pásalo que huele a uña.
Y allí que nos fuimos. Una vez en Suiza:
-Ya que estamos aquí, podríamos ver Liechtenstein, es un país muy pequeño.
Liechtenstein era tan pequeño que nos pasamos y nos metimos en un lugar que ponía “Österreich”
– Hostia nano, ¿dónde estamos?
-Ni puta idea.
-Qué raro es todo, mira que matrículas…
-Da la vuelta, nos hemos pasao.
Y así es cómo estuvimos en Austria sin saber que era Austria.
Y ahora estoy aquí otra vez, voy rápido, paro tres días en un pueblo llamado Pfunds: bosques, ciervos, tiroleses, música tirolesa y cerveza. Pero me aburro.
Aquí me doy cuenta que en realidad, si uno se pone un mapa de los Alpes delante, cierra los ojos y tira una piedra, dónde caiga va a ser un lugar espectacular.
Pero a los tres días me aburro, me marcho, cuando llego a orillas del Danubio alquilo una bici. Pedaleo siguiendo el río junto a enormes cargueros de proa plana, cargados hasta los topes de camiones húngaros, también transbordadores lanchas rápidas y barcos en crucero turístico. Como manzanas directamente de los árboles, la ruta está salpicada de castillos, monasterios, palacios y pueblecitos.
A los dos días vuelvo a subir a la moto y dejo Viena atrás, no la veré hasta años más tarde, en un viaje rollo Erasmus pero sin ser universitarios, ¿se entiende, no? Vamos, que de Viena no me acuerdo mucho.
Hungría en 1994 no tenía mucho que ver con lo que es ahora. El cambio se notaba desde la misma áspera y corroída frontera.
Todo es más viejo y la gente parece que coma poco, a doscientos metros de la frontera me clavan la primera multa, en la primera curva, exceso de velocidad falso, se puede regatear y es conveniente hacerlo, pero no sirve de nada no pagar ni cómo te pongas, te llevan hasta el banco más cercano para que saques la pasta, son capaces de embargarte la moto, cómo querían hacerme una vez en Noruega:
-No pienso pagar, prefiero una semana en la cárcel, mire, tengo más tiempo que dinero –Le decía mientras juntaba mis manos simulando unas esposas, ya que si pagaba jamás llegaría al Cabo Norte, no tenía suficiente.
-No sabes ni de lo que estás hablando –me decía una capitana noruega pelirroja y voluptuosa- Además, no puede ser, esto es una sanción administrativa, no procede la vía penal.
Estaba en comisaría, me habían detenido por ir a 90 en vez de a 60, en las montañas. Me enseñaron una grabación a todo color de yo mismo circulando a esa intrépida velocidad. Cometí el tremendo error de no pedirles una copia, estaba muy bonita y bien grabada desde el coche camuflado de la policía de carretera que me siguió.
-Hagan lo que quieran, no les doy un céntimo.
-Mira, si no pagas, te requisamos la moto, la subastamos, nos cobramos la deuda y te damos lo que sobra.
Pagué, nunca llegué al Cabo Norte. Lo apunté a mi lista de lugares a los que iba y nunca llegué, destinos fallidos.
Tengo muchos, no pasa nada.
La carretera húngara es muy mala, el tráfico peligroso, en todo el país un único modelo de camión, son de caja amarilla y pone Hungarocamion, o algo así. Se respira un ambiente lúgubre, todos miran mucho la moto.
Budapest en 1994, dos millones de habitantes envueltos en humo y polvo, las calles mal asfaltadas, pero el resto es precioso, de cuento.
Tranvías entre edificios monumentales, tráfico caótico, la armonía que le da a todo el Danubio ancho y gris. La aislada Europa del Este recién abierta, todo diferente, endogámico, raro.
La mañana siguiente es una sucesión de hechos desafortunados pese a que me levanté tan optimista y tan contento que me fui a comprar un par de carretes de fotos para retratar la fantástica ciudad. Pero la chica que me vendió los carretes se enfadó conmigo por algo, prometo no saber qué, y luego me timaron, impunemente y a plena luz del día, cambiando pesetas a florines en plena calle.
Podría describir con detalle cómo, pero para qué, hubo un revuelo, un empujón, alguien gritó policía y cuando volví a contar mi dinero había lo mismo menos un 0, en total perdí 10.000 pesetas, 60 euros del futuro.
A continuación en otro sitio pregunté a unos chicos una dirección y se rieron de mí, le pregunté entonces a un hombre, pero hizo como que yo era invisible, le hablaba a medio metro, pero él ni me miró.
Dejé de preguntar, dejé Budapest, y dejé Hungría atravesando llanuras grises y pueblos desolados donde chicas con minifaldas de latex se vendían a los lados de la carretera.
Llegué a la frontera rumana.
Toda Rumania era un mapa en blanco en mi cabeza, terra ignota.
En cualquier momento pensaba que la tierra se acabaría y caería al vacío infinito con mi moto.
El destino tuvo forma de Mercedes con matrícula de Murcia, -tú te vienes a dormir a nuestra casa- al que seguí de noche por todo el norte del país hasta un pueblo situado en la frontera con Ucrania, en pleno Maramures.
Allí empezó todo.
Rumanía tenía labios de adolescente y una mirada salvaje, feroz, olía a sudor y a heno, tenía callos en las manos de tanto trabajar y un bonito pañuelo con un estampado de flores en la cabeza. Caliente de noche y despiadada en pleno día, sobrevivía a duras penas. Me enamoré enseguida, me quedé, si quieres saber que pasó tendrás que pinchar aquí.
De los pocos relatos sinceros que incitan a leerse la parrafada. Buena experiencia y gracias por compartirla!
T.Dominguez, encantado ¡gracias a ti por decirlo!